Sevilla, ciudad en obras

Un paisaje de hormigoneras impone un mapa de ruidos y la dictadura de una ciudad en construcción

Obras en la plaza de la Encarnación RAÚL DOBLADO
Eva Díaz Pérez

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Toda Sevilla parece un mapa herido, un callejero de obras que horadan la piel de la ciudad y crean cicatrices en las fachadas del caserío. Viejas casas que se convierten en asépticos y modernísimos apartamentos turísticos, tuberías de plomo vencidas por el tiempo que hay que renovar, alcantarillas de última generación y aceras levantadas una y otra vez convirtiendo las calles en palimpsestos de adoquines caprichosos.

¿Es una obsesión o no es cierto que Sevilla es una ciudad en pie de guerra? No hay calle en la que no asalten los camiones de cemento, las cubas cortando las aceras y el asfalto y las taladradoras trepanando el cerebro de la ciudad.

Será que marchan muy bien las cosas y se montan negocios modernos para el turismo transformando el viejo paisaje en un mirador con vistas para el mejor postor. Y en cuanto a las obras públicas, está claro que en lontananza se atisban ya los horizontes electorales y hay que cambiar los telones del decadente decorado. Aunque siempre he pensado que estas obras crean más animadversión que complicidad porque hunden comercios señeros y alteran el sueño de los vecinos.

Un taladro eterno se ha convertido en el paisaje sonoro de la ciudad. Cubas, hormigoneras, excavadoras, carretillas y retropalas habitan en esta Sevilla árida y hostil. Porque toda obra es algo así como un altar sagrado, un espacio intocable. Ocupan la calle y los obreros y capataces se hacen dueños de la vida, de las costumbres cotidianas, del silencio. ¿Quién osa preguntar cuánto durará una obra o por qué se ha decidido cortar una calle? La obra manda e impone su dictadura de horarios, ruido y polvo.

A veces, en este estruendo de obras aprovecho para asomarse a los hoyos que se hacen en el asfalto y en las aceras. En esta ciudad con una memoria de siglos, cualquier agujero es una invitación a mirar en el pasado. Ya que no hay catas arqueológicas, examinemos la hondura de cada época. Pienso entonces en los estratos:en el más cercano aparecen cosas del siglo XIX y XVIII, quizás objetos olvidados por gente que no existe. Y luego comienzan las capas más antiguas en las que mi mirada de torpe arqueóloga aficionada cree ver paredes de un caserón del siglo XVI y quién sabe si el patio de un viejo palacio del XV de memoria desaparecida. Pero luego se echan palas de tierra y olvido y nada se sabe de lo que allí ha podido aparecer. ¿No es cierto que todos conocemos ejemplos de este atroz asesinato de la memoria?

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