CARDO MÁXIMO

MANOS CANSADAS

Benditas las manos que no se cansan de hacer el bien. Benditas las manos que obran el milagro de dar amor

Las manos de un anciano y un niño entrelazadas José María Nieto
Javier Rubio

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A la madre se le han cansado las manos. Eso dice ella. Sin darle mayor trascendencia, pero con un deje de fastidio, como si se avergonzara de sentir el cansancio de los 88 años concentrado en las articulaciones doloridas por la artrosis. «Se me han cansado las manos», repite con un nudo en la garganta como quien pide perdón por semejante atrevimiento. Ella, que no ha parado de trajinar, se siente ahora inútil porque las manos, esas benditas manos que han dado tanto de sí, están ahora en el regazo, una sobre la otra, inmóviles. Doloridas. Se le han cansado las manos y ya no cose. Hasta hace bien poco, le costaba cortar las telas y enhebrar el hilo en la canilla de la máquina, operaciones que requieren la habilidad, la destreza o la fuerza que se le escapa como arena inaprensible por entre los dedos inflamados. Esas manos han dado muchas puntadas, han hilvanado, tejido, sobrehilado, anudado, encajado, pespunteado, enjaretado, bordado, fruncido y cosido muchas prendas. Y han repartido muchas caricias, muchas carantoñas, muchos abrazos, pero de eso no se van a cansar nunca.

Benditas sean las manos que me acunaron hace muchos años y me alzaron por encima de las cabezas para que la vista alcanzara los pasos, las manos que me vistieron y me dieron de comer, que me asearon y me cachetearon cuando fue menester. Benditas las manos cansadas, exhaustas de tanto como han vivido, agotadas de repartir amor.

Benditas las manos que descansan. Las manos que agarran el madero, ensogadas, ahora inmóviles, exhaustas de tanto sufrimiento infligido, reposando levemente sobre el cuerpo como dos vencejos de la tarde que se hubieran acurrucado en las siete vueltas de cuerda presidiaria con que las atan como si fueran manos de malhechor. Son las manos que abrieron los oídos del sordo y que soltaron la lengua del mudo, las que hicieron con barro que el ciego viera y que el cojo caminara. Esas manos trocaron el agua en vino y multiplicaron los peces. Benditas manos que partieron el pan y repartieron el vino. Benditas las manos que no se cansan de hacer el bien, aunque ya no borden. Benditas las manos que obran el milagro diario de dar amor a los que tienen a su lado. Benditas manos que se nos ofrecen para que las besemos: blancas como pan candeal, virginales como cera sin derretir, hermosas como el rocío de la mañana.

De mano en mano quiero ir. Y quedarme en ellas, en esa tiendecita en lo alto del Tabor construida con manos ahuecadas. Voy de las manos cansadas de andar por casa a las manos recién estrenadas aunque sean las mismas que hace cuatro siglos. De las manos que duelen en el corazón a las manos que curan el alma. De las manos de la madre a las del Hijo: las manos que me pasaría la vida entera besando en gratitud por todo lo que han hecho por mí.

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