Opinión

Luz al final del túnel

En temas como la 'salud mental' hace falta un plan que consiga que, en una sociedad que parece estar sumida en un pozo de oscuridad, se iluminen esos lugares donde se encuentran aquellos que han perdido la ilusión por vivir

Miguel Ángel Sastre

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Cada día del calendario, hoy por hoy, tiene una causa asociada. Algunas son mediáticas y generan un gran estruendo; otras parecen repetitivas. Las hay también que, aun siendo discretas, representan temas capitales.

La semana pasada, el 10 de octubre, se conmemoraba el 'Día Mundial de la Salud Mental', íntimamente ligado a otro del mes anterior: el 'Día de Prevención del Suicidio', 10 de septiembre. Como otros días similares, buscan visibilizar causas para conseguir, entre otras cosas, que los poderes públicos se 'mojen'.

Es cierto que en temas como la 'salud mental' hace falta un plan desde las instituciones que consiga que, en una sociedad que parece estar sumida en un pozo de oscuridad, se iluminen esos lugares donde se encuentran aquellos que han perdido la ilusión por vivir. Ese tema debería, además, vertebrar las políticas jóvenes, junto a la formación, el empleo y la cultura emprendedora o los retos de la emancipación (vivienda, natalidad y movilidad). La salud mental debe ser la médula espinal de ellas porque estos problemas que hacen que, como en la película de 'Inside Out' algo internamente, en nuestra cabeza, deje de funcionar, suelen tener una semilla en la más tierna infancia.

También porque en el caso de las generaciones jóvenes la salud mental es un camino de ida y vuelta: si alguien pierde las ganas de vivir ni su formación, ni la búsqueda de empleo, ni lo que afecta a la emancipación tienen relevancia porque hay un problema mayor que eclipsa a todo lo demás. Igualmente, vinculado a lo anterior, porque todos esos problemas generan frustración y pueden derivar en que caigamos en un pozo del que es difícil salir.

Por eso, la política que siempre tiene que poner la vida humana como prioridad, debe centrar su acción en cuidar nuestra salud mental, especialmente la de los jóvenes, ayudando a recuperar el sentido de las vidas que lo han perdido y, también, evitando que ninguna decida acabar porque no encuentra luz al final del túnel. Sin embargo, no todo pasa por la política.

Diariamente, en lo personal y con quien nos rodea hay mucho por hacer. Porque podemos tener todas las necesidades cubiertas, una base de la 'Pirámide de Maslow' muy sólida y aun así que las cosas no funcionen. Y eso pasa muchas veces porque el entorno puede generarnos, inconscientemente, infelicidad. La clave está en que muchas veces en el trabajo, en la familia y los amigos, cualquier situación que objetivamente no tiene relevancia, se dramatiza.

Quienes damos importancia a la fe en la vida, pensamos que ésta nos hace mentalmente fuertes. Y puede que sea así: que la fe sea una fortaleza. Pero también esa fe debe ser un alivio que descargue el yugo de los demás y los ayude a cargar con su cruz. Porque la comprensión, el restar importancia a cosas que no la tienen, vacía vasos de posible infelicidad. Porque un error en el trabajo muchas veces no tiene la importancia que creemos darle. Casi todo tiene remedio, excepto la muerte, y nada es tan trascendente como creemos. Ni siquiera la política, agrandada por los medios, tiene esa condición. Hay que aprender a normalizar los errores de los que nos rodean, a entenderlos y a perdonarlos, evitando en lo posible que no se repitan. Ni que decir tiene que un malentendido familiar, de pareja, o de amistad, si se quiere, debería resolverse casi siempre.

De esta forma ayudaremos a mejorar la salud mental. A veces esa pirámide vital falla por mucho que nos parezca que está completa: la ansiedad por cometer errores crea inseguridad y tambalea todo.

Por eso, las políticas públicas en esto son esenciales, pero la faceta personal cuenta más de lo que pensamos. Si nos lo proponemos, podemos ser, para personas que atraviesan un túnel, esa luz que vean al final y que les guíe hacia la salida.

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