La primavera fascista

La primavera ha vuelto y ha traído nuevas elecciones en un ambiente asfixiante y muy deteriorado por la pandemia

Desde que era muy pequeña le tengo respeto –que no miedo- a las palabras. Puede que la culpa la tenga una educación católica basada justamente en eso, en el convencimiento de que, al principio fue el verbum y después vino todo lo demás, el darle ... nombre a todas las criaturas del cielo y de la tierra, el no tomar el nombre de Dios en vano y aquella frase tan hermosa del centurión, ya sabe, “una palabra tuya bastará para sanarme”. Fue más tarde cuando aprendí que las palabras se las lleva el viento, que una sola imagen vale más que todo el diccionario y que, en contra de lo que decía el evangelio de Mateo, muchas veces, “una palabra tuya bastará para matarme”.

Nunca le he perdido el respeto a las palabras, ni siquiera cuando estudiaba y un profesor de Semántica se empeñaba en que todos interiorizásemos que la palabra perro no muerde –y otros ejemplos menos decorosos que le ahorraré, por el momento- , porque, según decía, los significantes no hacen el significado. Y aunque en la teoría llevase razón –a estas alturas, ya no sabría que decirle-, la práctica, la mala práctica, me reafirma en la idea de que las palabras tienen mucho más poder del que les suponemos. Basta con hacer un repaso generacional para ver qué términos nos definen como grupos, qué palabras de moda se usaban en determinado momento, o con qué intencionalidad manejamos el léxico. Las palabras nos definen, nos señalan; de ahí que andemos repitiendo constantemente lo de que “el hombre es esclavo de sus palabras y dueño de su silencio”, una frase puesta en boca de Aristóteles, o de Shakespeare o de quien mejor convenga en cada caso, porque hasta para eso somos temerarios y le damos poco valor a lo que decimos.

Y es cierto que somos esclavos de nuestras palabras –yo pienso que también lo somos de nuestros silencios, pero ya eso es cosa mía- y esclavos de la interpretación que se quiera hacer de las mismas. Nunca, como hasta ahora, se ha necesitado echar mano de la contextualización, del relato, de la narración o de la situación en la que se emplea una palabra, bien sea para enmendar o bien para terminar de estropear un discurso. Si después de hablar hay que explicar lo que hemos querido decir, es que algo está fallando en aquel circuito que nos obligaron a aprender de pequeños: emisor-receptor-mensaje-canal-código (por cierto, reviso libros de texto y observo con auténtico asombro cómo de un tiempo a esta parte, han incorporado el contexto al esquema comunicativo).

Si le cuento todo esto es porque me hubiese gustado hablar de la primavera, que comienza hoy aunque no lo parezca, o de la poesía que celebra su día cada 21 de marzo, igual que los bosques o las marionetas, o los colores, o las personas con síndrome de Down; ya ve, esto de los almanaques es un cajón de sastre que sirve lo mismo para un roto que para un descosido y que no da puntada sin hilo. O podría haber hablado, hoy domingo de Pasión, de esa no Semana Santa que ya huele a azahares pero no a incienso ni a pirulí de La Habana, de las nuevas medidas adoptadas por la Junta de Andalucía para salvar –así lo dicen, salvar- el verano, o de cómo ir a Sevilla pasando por Frankfurt; pero es que siempre le tuve mucho respeto a las palabras, y llevo toda la semana dándole vueltas a la primavera electoral que se nos avecina.

Fascista, según el Diccionario de la Lengua Española es “algo o alguien perteneciente o relativo al fascismo” que, por si hay quien lo ha olvidado, fue un sistema político del siglo XX que se caracterizó –entre otras cosas- por su talante totalitario, nacionalista y autoritario; esto último es lo que define al adjetivo “fascista”, pues como dice la RAE, se refiere a alguien “excesivamente autoritario”. Por tanto, y sin entrar en el campo semántico en el que se pierde el término, ser fascista –por definición, nunca mejor dicho- no es “que lo estás haciendo bien y que estás en el lado bueno”, por mucho impacto mediático y mucho rédito electoral que Isabel Díaz Ayuso haya pretendido con su suculento titular en un programa de televisión de máxima audiencia. No todo vale, aunque lo parezca.

Aunque la gente le haya perdido el respeto a las palabras. Si te llaman fascista no estás en el lado bueno de la historia, precisamente porque la historia no está para hablar de los buenos y de los malos, sino para dar testimonio exacto –o al menos, fiable- de los acontecimientos. Si te llaman fascista, es que algo no funciona bien; puede ser el emisor, el canal, el código, el mensaje o incluso el receptor. Puede ser, y esto es lo más terrible, el contexto.

La primavera ha vuelto y ha traído nuevas elecciones en un ambiente asfixiante y muy deteriorado por la pandemia. Un ambiente rancio, que recuerda a otras primaveras pasadas en las que la palabra ‘fascismo’ y ‘comunismo’ sí tenían un significado y unos contextos que mejor es dejarlos para la historia. La palabra perro, decía mi profesor de Semántica, no muerde, claro que no, pero ladra, y pone los pelos de punta. Como el fascismo.

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