Felicidad Rodríguez

Los sambenitos

Hasta el siglo XVIII era obligatorio que, tras cumplir la condena, el sambenito quedase expuesto para mantener así el recuerdo de la infamia de los herejes y de sus descendientes

Felicidad Rodríguez
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Nos cuentan que el reciente fichaje del equipo de baloncesto del Betis, Trent Lockett, se había quedado en estado de shock cuando, en pleno centro de Sevilla, no paraba de ver a gente vestida a lo Ku Kux Klan. Ya se encargaron de explicarle que los nazarenos no tenían nada que ver con la fanática y racista organización.

Comprensible la conmoción del muchacho; al fin y al cabo era su primera Semana Santa. Seguro que, pasado el susto, el año que viene la va a disfrutar y, a lo mejor, lo vemos dentro de un tiempo en alguna cofradía. Aunque, tal como se están poniendo las cosas, tampoco es de extrañar el temor del joven deportista ante una posible vuelta a las cavernas.

Y no por el capirote y el rostro oculto de los penitentes que, además, este año han tenido que sufrir, como todos los que asistían a las procesiones de la Madrugada, el vandalismo de un grupo de gamberros descerebrados. No; el susto no es por los nazarenos sino porque, de un tiempo a esta parte, ha vuelto a estar de moda lo de poner el sambenito.

La vestimenta procesional que conocemos fue adoptada por las hermandades en el siglo XVII, precisamente por su simbolismo penitencial. En la Edad Media a los condenados, fuesen inocentes o culpables, ya que la presunción de inocencia no se había inventado todavía, y antes de flagelarlos, encarcelarlos o quemarlos, se les colocaba un capirote, una especie de túnica, el sambenito, y se les paseaba por las calles para escarnio público. La bárbara costumbre duró siglos. En la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando hay un pequeño óleo de Goya, en el que se representa un Auto de Fe, y en el que, ante una audiencia ávida de gozar del sufrimiento ajeno, aparecen varios condenados de antemano con la susodicha vestimenta.

Hasta el siglo XVIII era obligatorio que, tras cumplir la condena, el sambenito quedase expuesto para mantener así el recuerdo de la infamia de los herejes y de sus descendientes. Porque la culpa se heredaba y se extendía a la familia. Vamos, que quitarse el sambenito de encima no era tarea fácil. Afortunadamente, los tiempos cambiaron. Además de no quemarse a la gente por pensar o creer lo contrario a lo que pensamos o creemos los demás, existe un ordenamiento jurídico para juzgar los actos que pudiera haber cometido una persona a la que también ampara una serie de derechos. También existe ahora la presunción de inocencia y, sobre todo, la no discriminación o, lo que es lo mismo, el derecho a que no se le cuelgue a nadie un sambenito, por motivos religiosos, filosóficos o políticos.

Sin embargo, de un tiempo para esta parte, parece que esos grandes avances de la civilización se ven asaltados, con las más variopintas excusas y con las más variadas estrategias dirigidas expresamente a exacerbar las pasiones más básicas del ser humano.

Solo hay que ver los juicios paralelos o las condenas previas que continuamente se suceden, ya sea afectando a políticos, artistas o a cualquiera que sea más o menos conocido. Por ejemplo, en el ya famoso tramabus, el insulto público se extiende a acusados, a personas que no están encausadas por nada o a periodistas que se han atrevido a publicar las transferencias venezolanas a paraísos fiscales. Y a esos ¿quien les quita el sambenito?.

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