Yolanda Vallejo - Opinión

LOS PREOCU-PAU

Nunca llegué a entender tanta expectación por unos exámenes, tanto interés mediático por analizar si había caído Valle-Inclán o Alberti

Yolanda Vallejo
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Hubo un tiempo, aunque usted no se lo crea, en el que la prueba de acceso a la Universidad no era noticia; no abría los informativos, no ocupaba espacio en los periódicos, no era tema de tertulia, ni siquiera provocaba histeria colectiva entre los padres y las madres, que en la mayor parte de las ocasiones, permanecían ajenos a casi todo el proceso. Eran los tiempos –los míos, y posiblemente los suyos- en los que íbamos al examen como ovejas al matadero, inconscientes pero resignados a la inmolación. Nadie nos “entrenaba”, ni nos daba indicaciones de carácter formal. Nadie nos advertía de dónde podíamos equivocarnos y nadie se había estudiado los temarios completos. Íbamos, además, sin saber de qué materia nos examinábamos, porque existía todavía aquello de los sorteos –recuerdo que casi me echo a llorar cuando me tocaron Latín e Historia Contemporánea, convencida como estaba, de que podría lucirme con Historia del Arte y Literatura-; y la perversa prueba de la “conferencia” que, entre el calor, los nervios y la mala acústica de las aulas, resultaba la más antipática y complicada de todas.

Uno hacía lo que podía, esperaba a que salieran las notas, se matriculaba en la Universidad, y santas pascuas.

Luego, ya sabe usted lo que pasó. Del 10 como nota máxima se pasó al inalcanzable 14, una fase específica de exámenes para tener opción a obtener plaza en las carreras más demandadas –la demanda, siempre, en función, de aspectos externos a la dificultad de los estudios- y una auténtica liturgia familiar en torno a la Prueba de Acceso a la Universidad. Datos, estadísticas, cámaras a la puerta de los exámenes, grandes titulares, jóvenes demacrados y atacados, padres y madres haciendo botellón de tila esperando a sus retoños, profesores alentando reclamaciones de notas y dobles correcciones… un auténtico disparate, que siempre critiqué porque, como el juez Calatayud, veía que esto se nos había ido de las manos.

Nunca llegué a entender tanta expectación por unos exámenes, tanto interés mediático por analizar si había caído Valle-Inclán o Alberti, tanta polémica por un problema de química o de matemáticas. Y siempre hice burlas y comentarios con muy malas ideas, de quienes vivían esto como un auténtico drama lorquiano. Pero, ya sabe usted que no se puede nunca escupir hacia arriba porque la gravedad de los hechos indica que todo lo que sube, baja y además te cae encima. Tenemos una tendencia natural a contar la feria como nos va y a cuidar de nuestro ombligo como si fuese el único en el mundo. Y caemos todos en el mismo agujero.

Y aquí me tiene. Mañana me examino de Selectividad, -bueno de la PAU, que ahora se llama PevAU-, con el primero de mis hijos. Todo llega. Y aquí estoy, haciendo comentarios de texto, analizando oraciones, repasando historia y revisando qué tienen de actuales Descartes y Platón. Pero sobre todo haciendo de coach: “cuida la caligrafía”, “deja márgenes”, “la primera frase es tu carta de presentación”, “controla el tiempo que te queda”, “no te pongas nervioso”, “no olvides el DNI”, “elige bien la opción”… otro disparate. Porque no he perdido el norte por completo –creo que en ningún momento he llegado a traspasar los límites de la racionalidad- pero sí me he dejado arrastrar por la resaca que ha estado mareando a esta promoción de alumnos y a sus profesores, desde que se implantó -¿se ha llegado a implantar?- la LOMCE en este país.

Verá. Hasta febrero de este mismo año, los jóvenes que mañana comienzan a examinarse, no sabían prácticamente nada de la prueba a la que iban a enfrentarse. De hecho, fue entonces cuando se publicaron las directrices y orientaciones generales para la prueba y fue entonces, cuando se enteraron de la ampliación del temario de Historia de España, por ejemplo, y cuando se confirmó que Historia de la Filosofía –que Andalucía seguía siendo obligatoria- pasaba a la bolsa de las optativas. Eso, por no ahondar en el descontrol de los primeros meses del curso, con un gobierno inestable, en los que nadie sabía si habría reválida, si la prueba seguía como estaba o si era la tierra la que giraba alrededor del Sol. Este es el nefasto resultado de utilizar la educación como arma electoral.

Esta misma semana, la presidenta de Andalucía Imparable, anunciaba su medida estrella para las próximas elecciones, la barra libre universitaria, o lo que es lo mismo, la casi gratuidad de los estudios superiores en todo el territorio andaluz. “Sus colegios”, “sus hospitales” y ahora, “sus universidades”. Un brindis al sol con pólvora ajena, porque aunque los 29 millones de euros que costará la medida serán “compensados” a las Universidades, ya sabemos lo que tarda la Junta en “compensar” sus deudas y, por tanto, quiénes serán las grandes perjudicadas de la magnanimidad de la presidenta.

Que la educación en este país –en esta comunidad- se haya trivializado tanto, se haya politizado tanto, es un síntoma claro de lo que realmente nos importa la formación de nuestros jóvenes. Mañana, cuando todos los informativos abran diciendo que casi diez mil andaluces y andaluzas se han presentado a la PevAU, piense en lo que se esconde detrás de cada uno de ellos, en las ilusiones, en las esperanzas que alimentan. Piense en el futuro que tendrán.

Yo pienso en el de mi hijo. Y es para preocuparse.

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