Los nombres de las cosas

El mexicano Mariano Peyrou ha escrito: «A la gente le importa más los nombres de las cosas que las propias cosas»

Lo de poner nombre a las cosas es muy humano, tanto que hasta Dios, en cuanto vio la oportunidad, se desentendió de tan engorrosa tarea y se la endosó al pobre Adán, según nos cuenta el Génesis «Adán puso nombre a todos los animales y ... a las aves de los cielos, y a todo el ganado del campo». Nada nos dice de cuánto tardó el primer hombre en nombrar todas las cosas de la Creación, pero seguro que echó un buen rato y hasta le cogió gusto. De ahí, probablemente, nos venga esta afición por ponerle nombre a todo lo visible y lo invisible, convencidos de que lo que no puede ser nombrado, es como si no existiera. Qué le vamos a hacer.

En su última novela, ‘Los nombres de las cosas’, el mexicano Mariano Peyrou trata precisamente de esta obsesión humana por bautizar todas y cada una de las pequeñas porciones de realidad que vamos conquistando, en una delirante batalla contra nosotros mismos, contra el pasado, contra el presente y contra el futuro que vamos configurando a base de etiquetas, de nombres que algún día dejarán de tener sentido, porque no son más que convenciones sociales y por tanto, tan frágiles como el papel mojado; o quizá no, porque al final, como dice el autor «a la gente le importa más los nombres de las cosas que las propias cosas. Es brutal». Ejemplos hay a montones, mucho más en estos tiempos de cuñadismo ilustrado en los que usamos los términos a nuestro antojo y en los que el lenguaje se ha convertido en un arma de destrucción cansina, ya lo sabe, desde el manido «no estoy en contra del matrimonio homosexual, pero que no llamen matrimonio», hasta el novísimo «matria» usado con delicadeza para no caer en las garras del heteropatriarcado y esas cosas.

Qué quiere que le diga. El lenguaje que siempre sirvió para comunicarnos es ahora la primera causa de incomunicación social en esta Babel en la que ya llevamos tiempo instalados; pero esto no es de lo que quería hablarle. Y tampoco de la novela de Peyrou, que en circunstancias normales no pasaría de ser una agradable lectura de verano, pero que visto lo visto se va a convertir en mi libro de cabecera.

Ya sabe lo enemiga que soy del aplauso fácil y del homenaje apresurado. Nunca he sido partidaria de poner el nombre de una persona a un edificio, a una calle, a un aeropuerto o a un colegio porque las letras que hoy amanecen doradas, mañana pueden aparecer cubiertas de porquería. Piense en la avenida 4 de diciembre de 1977 que se llamaba Ramón de Carranza aunque todos la conociéramos por Canalejas. Piense en el teatro José María Pemán –cuando lo arreglen ya no se llamará así–, en el colegio Campo del Sur o en San Rafael –que un día tuvieron un nombre mucho menos educativo–; piense en el hospital Puerta del Mar, en la plaza del Palillero… Todos cambiaron su nomenclatura, precisamente porque honraban a personas que no merecían esa honra. Habrá excepciones, tal vez, pero nunca entendí que a la biblioteca municipal de Extramuros se la llamase «Adolfo Suárez», deprisa y corriendo, solo porque el expresidente del Gobierno, al que no se le conocía precisamente por su afición a los libros, pasó a mejor vida.

Por eso me gusta invocar a nuestro Nobel onubense, «intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas» y por eso, no puedo aplaudir que el colegio Andalucía haya cambiado su denominación, –en este momento, puede ir sacando los clavos y el martillo para crucificarme–, ni siquiera por el noble anhelo de su equipo directivo que pretende «darle un nuevo aire y otra personalidad» al centro. Tampoco aplaudí el cambio de nomenclatura del instituto jerezano Fernando Quiñones, por mucho que Lola Flores merezca –insisto en que no hay por qué– un edificio. Y es que, tratándose de centros educativos, todavía me parece peor idea la de rotularlos con nombres de personas, y mucho menos si esas personas no han destacado precisamente en el campo de la pedagogía o de la enseñanza.

Verá. En Cádiz hay casi una veintena de colegios públicos de Infantil y Primaria. Cada uno con su nombre: de santos, de alcaldes, de reyes, de lugares… solo dos llevan nombre de mujer, Josefina Pascual –profesora de la Escuela Normal– y Carola Ribed, esposa de Carlos María Rodríguez de Valcárcel, gobernador de Cádiz y falangista entusiasta, por cierto. En nuestra ciudad ha habido grandes maestros, grandes profesionales de la enseñanza que han dejado huella en los alumnos pero que han pasado sin pena ni gloria por los letreros de los colegios. A veces somos así de injustos.

Juan Carlos Aragón era un magnífico autor de comparsas y de chirigotas. Un poeta, seguramente. Un genio, como lo fueron el Tío de la Tiza, Paco Alba, o Pedro Romero. Fue también un defensor «del andalucismo y la libertad» como dice el director del ya antiguo CEIP Andalucía y, según él, un «referente para alumnos de la ciudad» que «facilitará la identificación del colegio con el entorno». En fin. La muerte se lo ha llevado demasiado pronto, y demasiado pronto han comenzado los homenajes, las distinciones, las condecoraciones y los cambios de nomenclatura, aunque no todos sean los más acertados.

A la gente, dice Peyrou, le importan más los nombres de las cosas, que las cosas en sí. Piénselo.

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