Ramón Pérez Montero - opinión

Nobleza

Muchas han sido las especies animales que de una manera u otra han contribuido a la supervivencia y al proceso de civilización del ser humano.

Ramón Pérez Montero
CÁDIZ Actualizado: Guardar
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Acaricio el cuello del animal. Siento bajo su piel el torrente cálido de su sangre. Podría decirle: ‘Os sacamos de vuestro estado natural salvaje, os domesticamos y vosotros, a cambio, contribuisteis a nuestra supervivencia como especie’. El caballo me cabecea en el pecho levemente. Comprendo que también él, si hablara, podría decirme lo mismo: ‘Os sacamos de vuestro estado salvaje, os hicimos hombres civilizados y, a cambio, vosotros garantizasteis nuestra supervivencia”. En verdad sería difícil decir quién aportó más a quien.

La yeguada de Manuel Salguero disfruta de un idílico enclave en la falda generosa en aguas del monte cuya cima coronan las ruinas del viejo castillo de Medina Sidonia. Las yeguas pastan con sus crías en el prado. Los sementales son cuidados con mimo en sus aseados boxes.

Manolo los llama por sus nombres. Kennedy, Destacado y Decano comparten con su dueño el ‘Sal‘ de su apellido. Junto a estos, Violeto II y Trianero L. Ellos constituyen la reserva de sangre y pureza de la raza.

Muchas han sido las especies animales que de una manera u otra han contribuido a la supervivencia y al proceso de civilización del ser humano. Nos hemos servido de ellas como reserva de alimento, como defensa e, incluso, nos han proporcionado los materiales básicos para protegernos de las inclemencias climáticas. El caballo, además de eso, ha aportado a la humanidad una serie de valores simbólicos que han contribuido de manera decisiva a la forja de nuestro espíritu y de nuestra inteligencia.

Fue en las estepas salvajes donde el caballo se desarrolló como la especie que hoy conocemos. Disfrutó en ellas de los pastos y de la defensa natural que las llanuras les ofrecían a sus veloces extremidades frente a los depredadores. Cuando los hombres, en nuestro largo proceso de expansión por el planeta nos encontramos con ellos, nos surtimos en primer lugar de su leche y de su carne. Más tarde alguien descubrió que el hombre y el caballo podían ensamblarse en un ser único. Ahí nació el mito del centauro. Ahí comenzó la conquista humana del mundo. Entonces comenzamos a valernos de su fuerza, de su resistencia, de su nobleza, de su plasticidad en la adaptación a las cambiantes exigencias de los climas y las geografías. Así, cultivamos con ellos nuestros campos, cazamos con su ayuda las más codiciadas presas y fueron los más valiosos guerreros en las batallas, los primeros en la conquista de los nuevos territorios.

Pero el caballo, además de los físicos, nos aportó una serie de valores espirituales que los hombres hicimos nuestros. Nos regaló su nobleza, su capacidad de sacrificio, la elegancia de sus movimientos, la belleza de su anatomía, la fidelidad de su comportamiento, esa capacidad inagotable de comunicarse con el hombre en una íntima relación que, más allá de las palabras, se basa esencialmente en el sentimiento. El rango de caballero, el más alto grado de nobleza al que podía aspirar el hombre en su concepción jerárquica de la sociedad, quedó indisolublemente unido a los valores del équido.

No obstante todavía es mucho lo que ejemplares como Kennedy y sus hermanos pueden enseñarnos si nos acercamos a ellos con buen corazón y con el oído atento. Si les miramos a los ojos mientras percibimos el pulso de su sangre podemos aprender de ellos a mostrar más humildad en la grandeza, mayor bondad en el poder, mucha más hermosura en nuestros actos y una más grande serenidad en nuestra inteligencia.

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