OPINIÓN

Cádiz, el gran comedor

Que llevaba razón Juan Carlos Aragón, que «el mundo se divide en dos» y que nuestra ciudad forma parte de este mundo

Y aquí sí que el mundo se divide en dos. Los del ocio y los del negocio. L.V.

«El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos», le decía Elsa a Rick en uno de los momentos más sutiles de 'Casablanca', esa película que usted y yo hemos visto tantas veces y que, mucho más que un clásico de cine, es un manual ... de instrucciones para los tiempos extraños que nos han tocado en suerte. El mundo se derrumba y, mientras tanto, cada loco sigue con su tema porque, en el fondo, la calle de en medio es siempre la más animada «–¿Qué harás esta noche, Rick? –No hago planes a tan largo plazo». Y en eso estamos. En no hacer planes a largo plazo por si las moscas.

El verano en Cádiz, que terminaba con los misterios gloriosos del Trofeo Carranza, cuando éramos la mejor playa del sur y el apartamento infinito para los que venían de allende Despeñaperros, se ha convertido en una escuela de improvisación en la que no existen reglas ni normas, en la que todo vale, en la que cualquier cosa es posible por imposible que parezca. Ya sea un entierro de la caballa sin caballas –se veía venir, por cierto–, ya sea un cine de verano en mitad de la Alameda –y eso que ha resultado un éxito– ya sea una música más apropiada para los coches choques que para la puesta de sol –si al menos coordinaran la estridencia con la hora solar tendría un pase. El caso es que nuestro verano le ha cogido gusto a esto de no hacer planes, ni a largo ni a corto plazo, y así nos ha salido.

Que llevaba razón Juan Carlos Aragón, que «el mundo se divide en dos» y que nuestra ciudad forma parte de este mundo. Lo que unió el soterramiento, lo está separando el carril bici, ya lo sabe. A favor, lo que se dice a favor, no hay muchos todavía –salvo los que han descubierto los miles de usos que puede llegar a tener–, pero los detractores crecen cada día más; que si el aparcamiento, que si el uso indebido de la ‘vereíta’ verde, que si la inutilidad de tantos kilómetros robados a una ciudad tan pequeña… Costará acostumbrarse, pero nos acostumbraremos. Como nos acostumbramos a no tirar la basura desde el balcón –sí, eso se hacía en Cádiz, y no hace tanto tiempo–, a no usar bolsas de plástico y a tener que recorrer la bahía y más allá para encontrar productos que ya no se encuentran en Cádiz –el desabastecimiento es otra forma de extinción, aunque usted no lo crea- y como nos acostumbramos a la decadencia que se respira en cada esquina de nuestra ciudad.

El final de este verano no viene marcado por los millones que el azar ha dejado en la Cruz Verde y que, posiblemente, hayan ido a parar a bolsillos lejanos. El final del verano, y mucho me temo que todo el invierno, está marcado por la invasión de las terrazas. Por esa gymkhana que cada día los vecinos del centro histórico –Casco Antiguo, Cádiz Norte– realizamos para entrar y para salir de nuestras casas. Cádiz es una gran terraza, un mar de mesas, sillas, caballetes, sombrillas, vitrinas, neveras, pizarras y gente comiendo en la calle, en el sentido más literal del término, porque comer –por poner un solo ejemplo, que no es el único y lo sabemos– en la calle Corneta Soto Guerrero, que es la calle donde más frío hace y donde menos da el Sol, ya son ganas de comer.

Y aquí sí que el mundo se divide en dos. Los del ocio y los del negocio. Los que ven la botella medio llena y los que vamos viendo poco a poco como se va vaciando esa botella por la que antes podíamos pasear, por la que podían correr nuestros hijos, y que ahora no es más que un comedor gigante donde se mezclan los olores, los desperdicios, los gritos de los comensales y el sonido de las cajas registradoras. Los que están a favor de la ordenanza municipal que entró en vigor el pasado mes de julio para regular precisamente el espacio público y la ocupación hostelera, y los que se pasan la ordenanza por el forro y siguen ampliando sus locales a expensas del erario público y de la propia ciudad.

Verá. Entiendo que el precio de ser un destino turístico de moda tiene consecuencias, que la servidumbre forma parte de los servicios y que a una ciudad como la nuestra, sin industria, sin comercio y sin expectativas, le ha tocado el gordo este verano. Pero también entiendo que lo de la accesibilidad, la recuperación de las calles y todas esas milongas de la ciudad para los ciudadanos, se ha quedado en el papel.

Calles como la Palma, Abreu o Rosario, plazas como San Francisco, Mina o San Agustín ya no son nuestras. Son patrimonio de una humanidad que viene dispuesta a comerse muestro mundo y espera que se lo sirvamos en bandeja –y en inglés, a ser posible.

El mundo se derrumba, como decía Elsa, pero es lo que tenemos. Resignarnos, asumirlo y subirnos y enamorarnos de nuestras azoteas, donde aún es posible vivir Cádiz y a las que aún no han llegado 'The New York Times' ni 'The Guardian'. Y que no se enteren.

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