OPINIÓN

El deseado

Pero llegó el día que todo cambió, su se sombra ensanchó y su palabra no cumplió

Javier Fornell

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En una ciudad muy muy cercana había una regente que levantaba tantas pasiones como miedos. Tantos odios había producido que, un año, un joven valiente salido del pueblo decidió enfrentarse a ella. Reunió bajo su palabra a cuantos quisieron oírlo y, juntos, decidieron acabar con la gobernanta. El pueblo lo vitoreaba y bailaba, celebrando la osadía de uno de los suyos. Deseado, como aquel rey del pasado que venía a traer la libertad, su nombre se extendió rápidamente entre todos los ciudadanos de la ciudad muy muy cercana.

Así, fomentando la ilusión entre sus vecinos prometió que traería de vuelta a cuantos hubiera tenido que irse muy muy lejos de la ciudad muy muy cercana. También prometió que nadie se quedaría sin trabajo y que la ciudad sería de sus habitantes y de nadie más. Que podrían pasear tranquilos por calles limpias como chorros de oro. Con grandes parques y jardines que harían las delicias de los mayores y los niños. Con ocio para todos; con casas para todos. Trabajaría para que la ciudad muy muy cercana dejase atrás el régimen de la regente.

La malévola y malvada, para él, gobernadora de la ciudad fue depuesta y la ciudad bailó y cantó pues el Deseado, como ya le llamaban, había alcanzado el mando. Presentó su bastón al pueblo, desde la lejanía del balcón en el que dio su palabra de ser el mejor de cuantos gobernantes había tenido la ciudad muy muy cercana. El alcalde del pueblo, comenzaban a llamarle, y así actuaba el nuevo regente. Vivía en su pequeña morada, en el centro de un barrio de trabajadores. Allí lavaba y planchaba mientras formaba su familia. Y el pueblo le quería.

Pero llegó el día que todo cambió, su se sombra ensanchó y su palabra no cumplió. Las calles dejaron de estar limpias, y lejos de su barrio y su casa nadie veía al Deseado. Y, cuando lo veían, se reían. Parecía haber olvidado sus promesas, pues nadie regresaba a la ciudad y él, alejado de lo que había prometido, como aquel rey del pasado al que terminaron llamando el Felón, se dejó guiar por los consejos de su válido. El Rasputín de la ciudad muy muy cercana venía de una ciudad lejana y había sido enviado por quienes, desde la lejanía, movían con hilos los brazos del que ya no era deseado por sus convecinos.

Marioneta inerte en manos de otros, el gobernante se lanzó a discursos grandilocuentes. Habló de tierras lejanas allende los mares; habló de reyes y ministros; habló de guerras, de guerreros y de economías con palabras que pocos entendían. Pero olvidó sus promesas a la ciudad muy muy cercana, que veía como el Felón comenzaba a alejarse de quién siempre dijo ser.

Cuando llegó la hora de dejar su asiento, trató de aferrase a él, como si de un trono se tratase «¿Quién podrá sustituirme?» pensaba «Nadie hay tan bueno en esta ciudad como yo». Pero ya no le querían y tuvo que aceptar que otros ocupasen su lugar. Y así la ciudad muy muy cercana terminó despidiéndolo con indiferencia. ¡Adiós, Kichi, adiós!, gritaba una ciudad que no olvida traidores y pone a cada cual en su lugar.

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