Luis Ventoso

Pese a todo

Parece que queda mal decirlo, pero el mundo ha mejorado mucho

Luis Ventoso
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Steven Spielberg tiene ya 69 años. Pero conserva la mirada de jaspe de un adolescente, siempre dispuesto a creer que tras una cortina o una montaña puede surgir el asombro. Qué chiripa ser coetáneos de Spielberg, cuántas buenas historias. Hitchcock vio «Tiburón» y se lo pasó de traca, pues no hay ser humano al que no hipnotice la trepidante caza de un escualo con vocación de sacamantecas. Luego felicitó al novel por haber desatado las costuras del teatro: «Es el primero de todos nosotros que cuando filma no ve el arco del proscenio». Sé que a muchos finos no les gusta Spielberg. Lo ven blandiblú, con más azúcar que una fábrica de gominolas. Uno, que en el fondo tira a sentimental, lo acepta con toda su sacarina y esa inefable lagrimita furtiva (malamente disimulada con una tos).

Concuerdo en que el Spielberg adulto se ha vuelto un poco manierista. Pero en 2005 todavía rodó una película tan seca e inapelable como «Múnich». Rubricará alguna obra maestra crepuscular, porque es de la estirpe de John Ford: listo, currante e interesado en los recovecos del ser humano.

He vuelto a ver de churro «Salvar al soldado Ryan», su película sobre el desembarco de Normandía estrenada en 1998. Los 22 primeros minutos constituyen un clásico del cine, como las escaleras del «Acorazado Potemkim», o el plano secuencia que abre «Sed de mal». No puede haber manera más próxima de entender y sufrir el desamparo total de los muchachos arrojados el 6 de junio de 1944 a las inmensidades de la «playa de Omaha». Carne de cañón: se ganaron las posiciones por pura acumulación de muertos, en una lotería suicida. A pesar de su comprensible maniqueísmo –Spielberg es judío y estadounidense–, el director tampoco ahorra las vilezas de los suyos, a los que se ve matando a soldados alemanes que se han rendido o abrasándolos con lanzallamas. La guerra. El horror. La abyección total; en este caso a cargo de civilizados alemanes, ingleses, norteamericanos, rusos y japoneses. No eran pirados islámicos, éramos nosotros.

Paradójicamente, ver tan cruda película me animó al optimismo. Hoy asistimos a un éxodo por la guerra salvaje de Siria; todavía pagamos la crisis de codicia de 2008; el terrorismo islámico es aterrador –y más si logran la llamada «bomba-pobre»– y el medioambiente intimida. Pero aunque quede mal decirlo (y que me perdone el Papa Francisco, proclive a ver solo la botella medio vacía), el mundo es hoy un lugar infinitamente mejor que en el siglo pasado. Entre 1933 y 1945, Hitler y Stalin mataron a catorce millones de civiles solo en Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Rusia Occidental y los países bálticos, según el profesor Timothy Snyder. Los nazis alemanes asesinaron a 5,4 millones de judíos y ejecutaron a 700.000 civiles. Stalin exterminó por pura hambre a 3,3 millones de ucranianos y en su «Gran Terror» liquidó a más de medio millón de personas. Truman aniquiló con bombas atómicas dos ciudades japonesas tamaño Vigo. Los jémeres rojos dejaron dos millones de muertos. Lo que hizo Mao en la Revolución Cultural… ni se sabe. En lo que fuera Yugoslavia hubo un genocidio ayer mismo (hoy Croacia es destino turístico). Algunas mañanas cuesta mucho creerlo, pero el mundo mejora.

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