Luis Ventoso

Parábola del percebe

Luis Ventoso
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Brillat-Savarin, jurista, político y bon vivant gargantúa, huyó por patas de la Revolución francesa cuando intuyó que su voluminosa cabeza podía rodar a la cesta de la guillotina. Fue un hombre erudito y amigo de la música, la más feliz de las artes, que en su azarosa vida hasta sobrevivió a ratos tocando el violín. Pero si todavía lo recordamos es porque solo dos meses antes de morir, en 1826, publicó anónimamente la obra de su vida, «Fisiología del gusto», que pasa por ser el primer gran manual de gastronomía. Entre muchas doctas observaciones, figura allí esta sentencia: «Dime lo que comes y te diré quién eres».

Miró a las cámaras, ensanchó su sonrisa de campaña… ¡y se lo comió crudo!

Como casi todo, el paladar es algo subjetivo. Si a un chaval de doce años le preguntas cuál es su alimento supremo, tal vez te responda que una pizza guarrilla bien recargada. En la España meridional, probablemente te dirán que el rey imbatible es un jamón ibérico de bellota pura. Para mí no hay nada que supere a los percebes. Antaño en Galicia fueron alimento de pobres. Cuando había poco para entretener el estómago, en la Costa da Morte rapiñaban unos percebes en las rocas y añadían unas patatas, a fin de que el plato pareciese algo. La fórmula ha sobrevivido en algunos hogares y así los prepara mi madre, con cachelos, patatas hervidas que se sirven con su monda. Cocinar tan exquisito manjar no exige mucha ciencia: sal, una hoja de laurel y cuando el vapor levanta por tercera vez la tapa de la olla están listos.

Con permiso de algunos asombros japoneses, la plaza de Lugo de La Coruña es el mejor mercado de pescado del mundo, por variedad y frescura del género. Un espectáculo en sí misma, incluso sin comprar nada, que cuenta además con el aliciente de que aunque el cliente tenga cincuenta o sesenta años, las desenfadadas vendedoras siempre lo llamarán «neniño». Hace unos días, las alegres placeras recibieron una visita de fuste: el mismísimo presidente Sánchez, secundado por su amigo Besteiro y sus diez imputaciones. Nuestro Sánchez se paseó entre los puestos ataviado con un jersey rojizo y dejándose querer. Como ejemplo de calidad, una de las vendedoras le esgrimió un percebe del tamaño de un pulgar de Gasol. Y aquí fue donde el candidato quiso hacer un gesto de proximidad y naturalidad. Alzó el percebe con una inmensa sonrisa y para espanto de la placera, ¡se lo zampó crudo!, ajeno a que si no se hierve, su pedúnculo carnoso resulta intragable. Una fugaz mueca de asco asomó al rostro del candidato. Pero recomponiéndose con presteza, tapó el repelús con una nueva sonrisa forzada, mientras la voz de otra pescadera mascullaba por detrás pasmada: «Ay, Dios mío, ¡lo qué hay que hacer para ganar las elecciones!».

Percebes crudos y lo que le echen. Rara vez se ha visto tal alarde de principios variables y trepismo al servicio de un ego. «Lo que distingue al hombre inteligente de los animales es su manera de comer», advertía Brillant-Savarin en su venerable manual. Empiezas con los percebes crudos… y puedes acabar devorando a todo un país de cuchipanda con Iglesias Turrión.

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