A. Pinedo de Miguel

El falso mito de la adaptación permanente

A. Pinedo de Miguel
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Parece que la consigna es adaptarse, a lo que sea y como sea. Los nuevos tiempos vienen marcados por una cuasi obsesiva necesidad de confundirse con el paisaje, de evitar aristas incómodas que arañen la sensibilidad del otro, de aparecer como el más adaptado de entre los adaptados.

No importa qué nos dejamos en el esfuerzo por travestirnos, no duele el cambio de piel si es por la buena causa de la aceptación social, incluso cuando ya perdida la epidermis, hayamos de afrontar en carne viva los dolores del cambio.

La adaptación constante tiene el encanto de la promisión, de lo que está por llegar, pero nos deja inermes muy a menudo. En las últimas semanas, el proceso de «no negociación» para la investidura presidencial es un ejemplo: el «cambio» como prurito, como una marea (no es baladí la denominación de algunos movimientos populistas); votos por el cambio, no al inmovilismo, sí a la refundación, a la reforma de cuánto se antoja añoso o caduco.

Hoy, quien sestea sobre la mesa ve asaltado su sueño por extraños pajarracos que le sobrevuelan con aviesas intenciones. Los monstruos de la razón de Goya son ahora los heraldos de la obligada adaptación.

Empresas e individuos otean el horizonte social para reconocer en qué dirección largar las velas. Se buscan nuevos referentes, y se adoptan sin reparar en exceso en lo que se deja atrás. La empresa se adapta a las formas de trabajar de determinadas generaciones, sin reparar en el coste de ese proceso; o reacciona temerosa ante demandas de colectivos, muchas veces poco sólidas, aunque se alejen de toda lógica social o económica.

Hay por tanto una verdadera obsesión por la prospectiva. Las abundantes herramientas de análisis digital nos permiten identificar las tendencias, las claves del lenguaje, lo que se lleva, e incluso lo que está por venir. No importa que ese advenimiento sea anunciado por dudosos profetas de las redes sociales: se acata y ya está.

Y en este escenario de contornos tan difusos es donde debe asentarse el intangible de la reputación, edificada sobre el concepto básico de integridad. Tener un comportamiento recto, probo y sin tacha confiere el marchamo de respetabilidad al que todos estamos exigidos. Pero ¿cómo entender la integridad en tiempos movedizos, en los que lo inmutable es engullido por un pantano de pensamientos fútiles?

Con demasiada frecuencia, la opinión colectiva, ahormada por las redes sociales, obliga a individuos y empresas a ponerse a la defensiva y adaptarse a lo que piensan que el público exige. Es tal el bombardeo constante de juicios de valor, opiniones banales e indignaciones de salón, que se rehúye reivindicar los auténticos principios y valores, y se opta por camuflarse detrás de declaraciones tan políticamente correctas como genéricas y parecidas unas a otras.

Vivimos en el riesgo permanente de reducir la idea de integridad a un simple catálogo de lugares comunes, socialmente aceptados y, sobre todo, de una levedad alarmante. Tal vez así se pueda evitar ser objeto de críticas a corto plazo, pero la indefinición, la uniformidad y el perfil bajo terminan por empobrecer lo que personas, empresas o instituciones deben ser y representar en una sociedad democrática. La indiferenciación siempre es un primer paso hacia el totalitarismo.

Plegarse a esa inercia relativista hará cada vez más costoso levantar un auténtico armazón moral que devuelva la confianza y la legitimidad a empresas e instituciones. Como señala el ensayista Javier Gomá, creador de un extraordinario corpus reflexivo sobre la ejemplaridad y la ética, esa dinámica conduce a la vulgaridad moral, y frente a ello no cabe aferrarse al cumplimiento estricto de la legalidad, sino que hace falta un plus de ejemplaridad. El problema es que, como bien recuerda Gomá, en España –y quizás por extensión en la entera «civilización occidental»– se carece de un ideal cívico compartido, seductor y potente que contraponer a la suma de rutinas que han venido a reemplazar las buenas costumbres de un pueblo, auténtica fuente de moralidad social.

Sólo la resistencia honesta frente a esa tentación de la adaptación permanente, desde la coherencia del ser, el hacer y el decir, permitirá restaurar espacios de confianza para una gran parte de una sociedad desorientada ante las señales confusas y volubles que reciben de voces sin mayor legitimidad que la otorgada por una tertulia televisiva, una legión de «followers» o un sinfín de «me gusta» pulsados vete a saber por qué. Este es, hoy, el gran reto de una empresa, de un partido político o de cualquier institución, porque sólo desde un discurso racional, argumentado y profundo de nuestras ideas y comportamientos podremos iniciar un diálogo auténticamente constructivo y democrático.

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