David Gistau

Ciudad abierta

Un lirismo aún canta a la «ciudad abierta» de Barcelona mientras es vapuleado cualquiera que aparezca por ahí simbolizando a España

David Gistau

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Resulta fascinante la reorientación política del odio al culpable, lo maleable que es una horda militante: se le da a oler una camiseta y deposita el odio en ese olor. Igual que, durante el 11-M, el odio fue reorientado a Aznar, hasta el punto de que los terroristas carecían de público cuando fueron expuestos en la urna transparente del juicio como en una jaula moderna, el odio del 17-A ha sido reorientado hacia personajes aún más inverosímiles, como el Rey o España. Hasta el wasabi se ha llevado lo suyo, de forma que nos va a costar volver a comer sushi sin sentirnos cómplices del mal y sin temer que la salsa nos esté envenenando de prédica yihadista. Volvamos al cazón adobado, que sólo incita a decir olé.

Especialmente repugnante ha sido la humanización y descarga de culpa de los «niños» terroristas para que nadie desviara hacia ellos un ápice del odio que la militancia independentista anhelaba usar como elemento de cohesión, así como concentrarlo en ese personaje, el Rey, que fue enviado a Barcelona a poner la cara como el payaso de la tarta. Otra vez en ausencia de la reina, que volvió a marcarse un Clark Kent como siempre que la circunstancia es brava e ingrata para una «it-girl» de las de Instagram. En estas ocasiones, siempre me acuerdo de cómo Sofía se fue a Guernica durante los años de plomo a que le cantaran el «Eusko Gudariak».

La montonera odiadora que profanó una manifestación concebida para servir de terapia de grupo tiene una ventaja. El Rey habrá servido de señuelo gracias a los automatismos pavlovianos que su sola presencia activa en todas esas tribus de extramuros que Iglesias ansía unificar como un Vercingétorix pasado por Bolívar. Siempre fue insólito que al antiguo burgués moderado del pujolismo no lo llenara de espanto la compañía radical, de un matonismo primario y totalitario, que el «procès» le ha impuesto. Con la que habrá de compartir el porvenir en esa nave de la secta en la que se salvarán los elegidos. No ha de ser fácil pisar ese planeta genesíaco donde será fundada la república ideal y descubrir que uno se ha quedado a solas con una banda así que sólo estos tiempos excéntricos podían colocar en una posición vertebral. La capacidad de autoengaño es infinita, como lo demuestra la fascinación que la «gauche-divine» conserva con Podemos para purificar su propia conciencia y prolongar la falsa juventud utópica sin usar botox. Pero paroxismos del odio tan groseros como el que brotó durante la emboscada de la manifestación deberían sembrar dudas en la antigua burguesía que se volvió aventurera acerca del material con el que sería construida esa república de bondad rousoniana cuyo principal ingrediente es el narcisismo, como lo demuestra ese lirismo que aún canta a la «ciudad abierta» de Barcelona mientras es vapuleado por las camisas pardas del independentismo cualquiera que aparezca por ahí simbolizando a España. Aunque haya ido a honrar a asesinados por el terrorismo.

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