Miradas sobre la epidemia

Grados de soledad

El director de For The Fun Of It escribe en ABC: «Este desierto silencioso oculta la peor de la soledades, la de los que mueren y morirán solos por privárseles de la mano de la persona amada para que esta no se contagie, aunque así les den peor muerte que el virus»

Una calle del centro de Madrid prácticamente vacía por el confinamiento provocado por el coronavirus EFE/Kiko Huesca

Antonio Castillo Algarra

Es morboso y sobre todo injusto que sienta lástima de mí mismo. Cuando camino por la calle y me tomo la medicina de mirar, caigo en la cuenta de lo acompañado que estoy en este purgatorio de mi soledad. Madrid acoge a los que se le acercan, para luego abandonarlos, hacinados y solos, entre sus entrañas cementosas.

Pero no todos estamos solos en el mismo grado ni de la misma forma, ni tan siquiera es seguro que el término soledad signifique para todos lo mismo. Basta mirar la soledad de los mendigos, la de los borrachos; sórdida, pero en cierta medida poblada por recuerdos, amarguras, delirios.

Está la «impenetrable soledad de la decrepitud» (García Márquez), hoy combatida en tantos frentes que ha quedado reducida a una soledad en desamor, de la pareja perdida, o de los hijos nunca encontrados; a última hora es aislamiento, por hastío del mundo, por ajenidad con él, por miedo. Resulta impenetrable desde fuera hacia adentro. Puede, en todo caso, ser una soledad fructífera, aunque no por eso menos dolorosa.

Más grave es la soledad de los que viven presos de sus propias miserias, sonámbulos entre la multitud apresurada hacia sus compromisos y tareas. No se tienen ni a sí mismos; al contrario, su mismidad es su mayor enemigo; esclava y tirana. Ni siquiera pueden darse compañía mutua los viciosos, como hacen borrachos y mendigos; aquellos van ciegos, son sombras.

Pero la anterior es una soledad prolongada y crónica; la del parado es, en principio, temporal, pero aguda. Cada puerta que se les cierra consuela de las cien que ni se les abren, y sus próximos viven cada vez más lejos, en progresivo olvido, como su amor propio y su alegría. Recuerda mucho esta soledad a la del hombre –a veces también la mujer– joven, el veinteañero descontento, fuera de lugar y sin asideros, sin tan siquiera, todavía no, un proyecto.

La soledad más desamparada, hasta hace poco, se descubría paseando, por ejemplo, junto a un locutorio telefónico del que se escapaba la voz a la fuerza entera de una madre, con acento de español de América, que recomendaba a sus hijos de muy pocos años que se portasen bien mientras mamá estaba aquí trabajando para que ellos estudiasen y comiesen; hoy esa soledad se gestiona a través de pantallas. La frágil soledad del inmigrante, del refugiado, puede conllevar o desembocar o acompañarse de todas las anteriores, pero está agravada por el desarraigo y la vulnerabilidad.

La paradoja: una forma de presencia es la ausencia; la de gente en las calles y del ruido que hacían, porque ha llegado una epidemia como de otros tiempos. Este desierto silencioso oculta la peor de la soledades, la de los que mueren y morirán solos por privárseles de la mano de la persona amada para que esta no se contagie, aunque así les den peor muerte que el virus; porque la mano amada todo lo sana y asidos de ella se alcanza el don del morir personal. Y sin embargo, ahora que se permiten y celebran la irresponsabilidad, incluso la eugenesia, ¿no podrían apiadarse de quienes a toda costa deseen quedarse cogidos de la mano de quien es su vida misma?

Vivimos, como en el libro de Riesman, entre una solitaria muchedumbre; yo, con pena, ilusiones, todavía con fe aunque acibarada, eso sí, por la traición de ayer y la perplejidad perenne; y, sin embargo, conviene no vivir desengañado; por eso no soy cínico y miro al caminar, según me cruzo con el miedo, que el desconsuelo de nuestra abarrotada soledad tiene grados, puede ser mucho peor.

* Antonio Castillo Algarra es director de la productora For The Fun Of It.

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