no somos nadie

Las nuevas academias

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Desde que Rubén Darío lanzara, en 1905, su mordaz jaculatoria -«De horribles blasfemias/ de las Academias,/ líbranos, Señor»-, la Real Academia Española, o RAE, quedó tocada, aunque haya seguido hasta hoy en su limbo de inmortalidad ficticia. Lo demuestra la entrevista de su presidente del pasado domingo, con tres asuntos candentes que han generado polémica toda la semana: que su ruina económica es «dramática», que la patente del idioma descansa por igual en el pueblo español y en los hablantes transoceánicos y que el diccionario publicado hace un mes se vende poco. La percepción de reliquia histórica la clavó en lenguaje digital una pancarta que se jaleó el viernes en una manifestación calé: «L@s gitan@s no somos lo que define la RAE».

Exacto. Estamos en ese momento de radicalidad verbal en el que o usamos palabras de verdad, o cerramos el grifo de una civilización. Así ocurrió de Babel a nuestros días. Cervantes lo vio claro en el Quijote: «Cuando la cólera sale de madre, no tiene la lengua padre». En este momento crucial, el futuro del español no depende de la RAE -un sindicato de entomólogos del XVIII-, sino de una proximidad que se aleja de la era de los dinosaurios para ingresar en lo que entendía Horacio como dictadura inapelable: en «el capricho del uso» que es propio de las palabras. Urge que se entienda así. Ayer mismo le pedía a un amigo americano un minuto para responder un whatsapp, y me replicó con descaro: «Ya está rodando, no pierdas tu time».

El español de hoy no depende de una RAE que vive de dogmas en mármol, sino de la rueda imparable que engrasan a diario los medios de comunicación con gran eficacia -me refiero a los periódicos en letras de molde, a los directos por radio y TV, y también a los digitales-, y que acercan lo vivo del idioma a más de 500 millones de personas que se expresan en español. Cuando una palabra llega cansina al diccionario de la RAE, como el que acaba de publicarse y en donde lo nuevo ya es viejo, previamente, se han producido en los hispanohablantes infartos en cadena, bellezas deslumbrantes, expresiones que, al modo de Teresa de Jesús, tocan el cielo, o simples herejías que con neologismos y ortografías exóticas hacen del español una realidad universal y entendible.

En las nuevas academias del idioma español, que encarnan los medios de comunicación, la palabra nunca llega tarde, y suele ser tan cruelísima como justa. Es tan pragmática como joven, ligera como impactante, desvergonzada como veraz, y económica desde los preámbulos a las conclusiones. Todo lo que no se gane en la brevedad de un folio, en el discurso más conciso o en el conceptismo exigente de un whatsapp, lingüísticamente hablando, equivale a un brindis al sol, a una carta de amor sin beso o un preservativo sin uso. El resto suena a la triquiñuela que vertía Unamuno ante la consideración de sus alumnos y lectores cuando decía: «No caben en punto a lenguaje, vinos nuevos en viejos odres».

Ver los comentarios