Pedro Rodríguez

Cómo mueren las democracias

Hungría ejemplifica todo el retroceso democrático que puede llegar a perpetrar un líder electo

REUTERS

Pedro Rodríguez

El cliché compartido sobre el acoso y derribo de una democracia suele incluir hombres armados que por la fuerza logran violentar las reglas, libertades y derechos asociados con la forma de gobierno que mejor gestiona los conflictos y la transferencia de poder. Sin embargo, frente a los espadones, hay otra forma mucho más insidiosa de romper una democracia a través de líderes electos empeñados en subvertir el proceso que les ha permitido convertirse en gobernantes.

En estos casos, irónicamente nacidos de la legitimidad democrática, la velocidad es diversa pero los resultados suelen ser igual de lamentables. A veces el desmantelamiento es fulminante, como ocurrió en Alemania en 1933 después de que Hitler convirtiese el Reichstag en una falla. Aunque bastante más a menudo, la erosión es gradual. Con outsiders que se convierten en demagógicos cruzados contra una élite corrupta y prometen una democracia «más auténtica».

Al no cruzarse ninguna línea roja tradicionalmente asociada la génesis de una dictadura -golpe militar, situación de excepcionalidad, suspensión de garantías constitucionales- las alarmas no se disparan hasta que es demasiado tarde. Este es el caso de Hungría, víctima de una penosa agonía democrática hasta el punto de forzar una mayoritaria votación del Parlamento Europeo a favor de retirar su derecho de voto en asuntos comunitarios clave.

Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, politólogos de Harvard, en su lúcido libro «How Democracies Die» establecen cuatro criterios clave para identificar democracias en estado comatoso: Rechazo (o débil compromiso) con las reglas democráticas; negación de legitimidad a los oponentes políticos; tolerancia o promoción de la violencia; disposición a restringir las libertades de la oposición, incluidos medios de comunicación.

Cuando un líder electo cumple uno solo de estos requisitos, hay razón suficiente para preocuparse. El problema de Viktor Orbán y su trumpista apoteosis de nacional-populismo en Hungría es que acumula más de uno. Y curar una democracia del autoritarismo consentido es algo más fácil de decir que de hacer.

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