Policías israelíes retienen a un joven palestino ante la Puerta de Damasco de la Ciudad Vieja, en Jerusalén
Policías israelíes retienen a un joven palestino ante la Puerta de Damasco de la Ciudad Vieja, en Jerusalén

Jerusalén, presa del odio y el miedo a los lobos solitarios palestinos

Veintiocho años de ocupación israelí y los ataques de terroristas palestinos contra judíos hace cada vez más difícil la vida diaria en la ciudad santa

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Israel levanta un nuevo muro en Jerusalén. Una nueva Línea Verde como la que había hasta 1967 en la que parte visible son los bloques de cemento y los miles de guardias de la Policía de Fronteras que cierran los barrios árabes de la ciudad; la invisible el odio gestado en 28 años de ocupación que desde hace dos semanas está a flor de piel con la oleada de ataques de lobos solitarios.

«Los árabes tienen que seguir cruzando la línea porque muchos de ellos trabajan aquí, y en este lado les necesitamos porque son la mano de obra que mueven la economía, pero de verdad que es un momento preocupante, sobre todo porque este Gobierno no tiene una solución política, solo piensa en la fuerza, y porque favorece el auge de grupos ultranacionalistas judíos que siembran el odio y el racismo», lamenta el rabino conservador Uri Ayalon, que llegó desde Argentina hace 40 años a una Ciudad Santa en la que se «debería optar por un modelo como el del Vaticano, una ciudad estado para las tres religiones, pero no la capital de uno solo».

Tras la Guerra de los Seis Días el Ejército de Israel conquistó el oriente de la Ciudad Santa y lo anexionó al resto del municipio. Los israelíes se hicieron con zonas como la Ciudad Vieja, donde se encuentra la Explanada de las Mezquitas, o Monte del Templo para el Judaísmo, o el Muro de las Lamentaciones y el Santo Sepulcro, pero esa conquista también incorporó al censo a la población árabe que hoy son unos 370.000 habitantes. Desde entonces viven como «residentes permanentes» en una ciudad que el Estado de Israel presenta como su «capital eterna e indivisible del pueblo de Israel y judío», un Estado del que, sin embargo, apenas el 5 por ciento son ciudadanos, según los datos de la Oficina Central de Estadísticas de Israel.

Frente al rechazo de la comunidad internacional, los israelíes aplican desde 1967 su política de hechos consumados y de «israelización», que avanza a golpe de ladrillo con el levantamiento de grandes asentamientos ilegales como Ramot Alon, Pisgat Ze’ev, Gilo, Neve Yaakov, Ramat Shlomo y Talpiot Este, así como la llegada de colonos al corazón de zonas árabes como Silwan o el barrio musulmán de la Ciudad Vieja, lo que ha equilibrado la balanza demográfica con unos 200.000 judíos, pero también ha ayudado a que la tensión crezca día a día. «Desde el punto de vista legal no hay diferencia entre estatus del Este de Jerusalén, Cisjordania y Gaza, todos son considerados territorios ocupados desde la guerra de 1967», aclara el último informe de la ONG The Civic Coalition For Palestinian Human Rights.

Segunda intifada

Al final de la segunda intifada Israel comenzó a levantar un muro de más de 700 kilómetros para defenderse de las amenazas de los palestinos de Cisjordania. Ahora la principal amenaza la tienen en casa porque la mayoría de jóvenes que, cuchillo en mano, han atacado a israelíes estos días son «residentes permanentes» del este de Jerusalén, gente que se movía con toda libertad por suelo israelí hasta el jueves, cuando se levantaron puestos de control en los accesos de cada barrio árabe. Tres de ellos provenían de Jabel Mukaber y fueron los responsables de la muerte de tres civiles en un ataque a un autobús de línea y un atropello y posterior acuchillamiento. «Los jóvenes han explotado, nos tratan como ciudadanos de segunda en nuestra propia casa y, además, ahora pretenden quedarse con la mezquita de Al Aqsa. Con la fuerza lograrán aplastar las protestas, pero el problema seguirá vivo y volverá a explotar», advierte Mohamed Ali, veterano comerciante de una Ciudad Vieja que, por primera vez en muchos años, organizó una huelga general a comienzos de mes en protesta por la decisión de Israel de prohibir el acceso a los árabes no residentes durante 48 horas.

«No me pienso mover»

La Ciudad Vieja es una especie de Jerusalén en miniatura que sirve de ejemplo para lo que ocurre en el resto de la ciudad santa. Sentado a 40 centímetros de la puerta de su tienda en la calle Wad, Ibrahim Abdelrahman Wazwaz mira a los dos agentes de la Policía de Fronteras en el puesto de control permanente que han levantado en el lugar donde el 3 de octubre dos israelíes murieron acuchillados. «Son 40 centímetros lo permitido, ni uno más o me multan, según me han comunicado esta mañana cuando me han permitido levantar la persiana después de dos semanas de cierre», afirma este anciano de 85 años para quien «lo que buscan desde hace tiempo es echarnos de la Ciudad Vieja, pero yo nací aquí, ellos no, y no me pienso mover».

Las palabras «castigo» y «venganza» son las que más repiten los ciudadanos árabes. Los judíos insisten en que «hemos pasado por cosas peores, en la segunda intifada volaban los autobuses por los aires y aquí seguimos. Estos ataques te obligan a cambiar los hábitos diarios, pero la vida sigue y seguiremos», admite el ex portavoz de Exteriores israelí Yigal Palmor, para quien «no se pueden separar los barrios de este, pero sí es necesaria mayor presencia policial para frenar los ataques. Nos enfrentamos a una nueva amenaza, ya no hablamos de Hamás o Fatah, ahora son terroristas de Jerusalén que actúan por su cuenta, esto es muy difícil de prevenir».

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