Fujio Torikoshi, superviviente de Hiroshima
Fujio Torikoshi, superviviente de Hiroshima - pablo m. Díez

Los supervivientes de Hiroshima recuerdan el horror nuclear

Japón recuerda esta semana el 70 aniversario del ataque con bombas atómicas en agosto de 1945

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Aquel lunes, 6 de agosto de 1945, amaneció en Hiroshima soleado y sin una nube en el cielo. Animados por tan radiante día, sus habitantes se congratulaban por su buena suerte. A pesar de las penurias de la guerra, la ciudad seguía librándose de los bombardeos americanos que arrasaban el país. No podían imaginarse que esos dos factores —sus edificios intactos y el cielo despejado— iban a sellar su destino como el objetivo donde lanzar por primera vez el arma más destructiva concebida por el hombre: la bomba atómica.

«Estaba desayunando, a las ocho y cuarto de la mañana, cuando oí un avión y salí de casa para verlo», nos cuenta Fujio Torikoshi, quien tenía 14 años y vivía con su madre y nueve hermanos en Yamate-machi, una colina desde donde se divisaba todo Hiroshima.

«Cuando iba a entrar en la casa porque no podía ver el avión, que volaba muy alto, me fijé en algo negro en el aire y estalló en una explosión de luz tan brillante como el sol. Despidiendo rayos amarillos, el cielo se volvió naranja y pensé lo hermoso que era», recuerda un momento detenido en el tiempo. «Pero enseguida sentí una bofetada de calor, como si me cayera agua hirviendo, que me quemó la cara y las manos, y un viento muy fuerte que venía hacia mí y me despidió diez metros», describe la onda expansiva del artefacto, que le hizo perder el conocimiento.

A dos kilómetros del hipocentro donde estalló la bomba, Fujio Torikoshi sufrió tan graves quemaduras que estuvo a punto de morir. «Aunque estaba delirando, me acuerdo de la "lluvia negra" que caía sobre el polvo de los escombros y de los quejidos de los heridos, todos chamuscados», rememora impresionado. Sin medicinas para tratarlo en Hiroshima, donde habían perecido la mayoría de médicos y enfermeras, un camión militar lleno de heridos lo llevó en un trayecto plagado de baches a un hospital a 20 kilómetros, donde lo untaron de harina de trigo y vinagre y le vendaron como una momia. De vuelta a su casa, medio derruida por la explosión, agonizó durante dos días. Fujio incluso recuerda ese oscuro túnel con una luz al fondo del que hablan quienes han estado en el umbral de la muerte. «Escuché una nana lejana, que era la voz de mi madre, y ese fue el punto de regreso porque me salvé», asegura antes de tocar aquella canción con una armónica. El instrumento es como el que su madre le regaló mientras estuvo hospitalizado tres meses, en los que vomitaba sangre y se le infectaban las vendas por el calor y la falta de medios.

«Como no podía comer, mi madre hizo una pajita con el tallo de una planta de trigo, con la que me daba los alimentos que ella masticaba para que los tragara», rememora antes de afirmar que «sobreviví de milagro». Por eso, como le ordenó su madre, «tenía que cuidar de esta segunda vida que había recibido y hacer algo bueno».

Fujio Tokiroshi, que tiene 84 años, fue maestro de escuela y se casó ocultándole a su mujer que era un «hibakusha», como se denomina en japonés a los supervivientes de la bomba atómica, por el estigma que arrastraban. Después de que su primera hija, nacida de cesárea, muriera a los quince minutos del parto, decidió no traer más descendencia por miedo a que tuvieran problemas de salud derivados de la radiación que él sufrió. «Aunque padezco síntomas de leucemia, no guardo odio a los americanos por la bomba porque Japón también cometió atrocidades y tengo que seguir recordando mi historia para luchar por la paz», concluye con una sonrisa.

Entrevistar a los «hibakusha» es una de las experiencias más emocionantes para un periodista. No solo por haber vivido tan dolorosa historia, sino por la humanidad que irradian. Como Tamiko Shiraishi, una mujer de 76 años que tenía seis cuando la bomba atómica sumió a Hiroshima en el infierno. Nacida en el puerto de Ujina, perdió un mes antes a su padre, que trabajaba para la Armada y falleció de tuberculosis, y casi pereció bajo la bomba.

«Estaba en clase y vi una luz azul pálida en el cielo. Cuando me preguntaba qué era, escuché una explosión tremenda y los cristales de las ventanas llovieron sobre mí», recuerda Tamiko. Descalza, con los pies ensangrentados, huyó a su casa sin darse cuenta de que tenía cristales de hasta tres centímetros clavados en la cabeza, que le quitaron en un dispensario.

Aunque sus heridas físicas no fueron graves, jamás olvidará las psicológicas: sus recuerdos. Como la legión de zombis que, quemados de los pies a la cabeza, con la ropa hecha jirones y la piel cayéndoseles a tiras, deambulaban entre las humeantes ruinas. «En una clínica, una persona, tan abrasada que no sabía si era hombre o mujer, me pidió agua. Corriendo, salí a una tubería rota en la calle y, haciendo un cuenco con mis manos, le llevé un poco. Aunque se me derramó casi toda, chupó las gotas que caían de mis dedos y me dio las gracias. Luego no volvió a moverse», relata con voz entrecortada. «Al instante, dos enfermeras me echaron y una mujer me dijo que esa persona había fallecido porque yo le había dado agua», desgrana su primera visión de la muerte, pero no la última.

«En las calles se amontonaban tantos cadáveres que debíamos saltarlos. Algunos se habían quedado carbonizados mirando al cielo y con los brazos extendidos para protegerse de la bomba», observa Tamiko, quien, «en medio de un hedor insoportable porque todo se había quemado», recorrió la ciudad junto a su madre en busca de su abuela. «Mi madre hurgaba entre los muertos porque sus caras eran irreconocibles», recuerda la mujer, que finalmente encontró a su abuela en una casa de socorro. Gravemente herida, los médicos se la devolvieron a su madre para que muriera en su casa. «Su espalda estaba tan infectada que tenía que quitarle los gusanos con unos palillos», cuenta compungida.

Para superar aquel trauma, que le provocaba horribles pesadillas, tuvo que cambiarse a otro colegio, donde no la miraran mal por ser una «hibakusha», y refugiarse en el corral de su casa con un gallo, Kota, que durante años fue su único amigo. Hasta que, ocultándole también su pasado a su marido, se casó con 21 años y tuvo dos hijos, uno de los cuales ha sufrido bastantes problemas de salud.

«La guerra cambia nuestro destino y se pierden vidas preciosas», se lamenta Tamiko, quien advierte a los políticos de que «piensen bien lo que hacen porque han pasado 70 años y es un momento importante para evitar que se repita el pasado».

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