Colaboracionistas: la venganza contra el ejército oculto que ayudó a Hitler a conquistar Europa

En su nuevo ensayo histórico, David Alegre se adentra en las causas que llevaron a miles de civiles y soldados a apoyar al Tercer Reich durante la Segunda Guerra Mundial

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Manuel P. Villatoro

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El colaboracionismo emana el tufo acre y denso de la deslealtad; algo que pocos pueden perdonar. Si bien hoy existe cierto respeto hacia los alemanes que combatieron en la ' Wehrmacht ' –las fuerzas armadas del Tercer Reich– por su relativa ideologización, no ocurre lo mismo con las unidades de voluntarios que lucharon en el lado del Eje durante la Segunda Guerra Mundial . Cuenta David Alegre , profesor en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, que a ellos les esperaba «la reclusión, el procesamiento y la purga por traición a la patria» tras el conflicto. No tuvieron perdón ni piedad, como bien explica en su nuevo ensayo: ' Colaboracionistas ' (Galaxia Gutenberg).

«El colaboracionismo se considera un anatema porque, a ojos de una parte importante de las sociedades europeas, suponía un cuestionamiento frontal de la idea misma de la soberanía nacional, de la independencia y de la ciudadanía tal y como se concebía desde la revolución francesa», explica a ABC Alegre. En sus palabras, mucha gente vio en este movimiento un intento de sus conciudadanos por promover sus propios intereses bajo el pretexto de la lucha por el poder. Y lo peor es que, en miles de casos, fue cierto. «Una parte de los colaboracionistas de 1940 y 1941 fueron oportunistas recién llegados a las filas de los partidos fascistas locales , arribistas que esperaban beneficiarse de una victoria germana que por entonces parecía inevitable», añade.

Dos caras

Con todo, el fenómeno que analiza Alegre tiene dos caras. La más amable es la de algunas mujeres acusadas de colaboracionistas en la Francia liberada. Aquellas profesoras que acogieron a oficiales germanos en sus casas para ganar algún dinero fueron tildadas de 'colchón de boches', rapadas al cero delante de la muchedumbre enfervorecida y paseadas en camiones para escarnio de toda la población. Una injusticia. A cambio, el reverso más triste y habitual fueron las unidades de voluntarios que combatieron durante el conflicto aupadas por los fascismos locales con la anuencia de las autoridades del Tercer Reich . La mayoría, bajo el paraguas de la ' Wehrmacht ' o de las temibles SS .

En su nuevo ensayo, concienzudo y extenso, Alegre se centra en esa cara más amarga de los colaboracionismos. Desde Francia a los Países Bajos, pasando por Dinamarca o Noruega, repasa las organizaciones que se pusieron del lado germano en la Segunda Guerra Mundial , tanto civiles como castrenses. Lo llamativo es que no lo hace desde una perspectiva revanchista o parcial, sino con el anhelo de zambullirse en las causas que llevaron a tal o cual grupo a ser partícipe de la barbarie. No busca excusar las tropelías; tampoco extender un velo de falsa bondad sobre ellos. Pero sí poner en contexto sus motivaciones.

Solo escapan a su lupa el complejo caso de Italia y el de los colaboracionistas de los territorios balcánicos y soviéticos bajo el control del Eje. Y no por falta de interés, sino porque, en sus palabras, requerirían una obra aparte. De momento, el centro de sus miradas es la Europa más occidental. «Mi objetivo ha sido iluminar los aspectos más destacados del colaboracionismo y las formas de dominación del Reich, junto con las políticas del fascismo europeo en su intento por hacer realidad sus proyectos», desvela. Todo, a través de pequeñas biografías que engarzan con la gran Historia, esa con H mayúscula.

Justificar la traición

Las razones de la traición se cuentan por decenas y dependen del país que se analice. Entre ellas se halla la máxima del Nuevo Orden . A saber: las reglas que establecería el Tercer Reich tras aplastar los viejos estados. Esa idea de que la maquinaria nazi era imparable empujó a muchos europeos a adherirse a los preceptos nazis. La generalización de los mandamientos fomentados por Adolf Hitler a través de sus organismos de prensa y de congresos colosales como el de Núremberg –a donde acudieron miles y miles de extranjeros– dio el empujón definitivo a los pequeños partidos nacionalistas y extremistas locales. El avance imparable de los carros de combate germanos a través de Polonia y Francia hizo el resto.

Aquello dio rienda suelta a la barbarie en países como Francia o Ucrania. En el primero, en su parte colaboracionista, el Gobierno de Pétain fomentó redadas como la del Velódromo de Invierno, en la que miles de mujeres y niños fueron deportados a los campos de concentración del Tercer Reich. En el segundo, las milicias locales protagonizaron una infinidad de matanzas como la de Maropol, al norte de Kiev. «Esto, en un momento que fue entendido por no pocos europeos como el más negro de sus respectivas historias nacionales, hizo que la colaboración con el ocupante fuera vista como el paradigma de la inmoralidad y la traición », afirma Alegre en declaraciones a ABC. A la mayoría, la justicia les estaba esperando tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

Pétain y Hitler, tras la invasión y derrota de Francia en 1940 ABC

La respuesta de aquel ejército en la sombra fue variopinta. La excusa generalizada fue que poco podían hacer ante la maquinaria opresiva del Tercer Reich. «Muchos de los que colaboraron por motivos políticos, con la idea de aprovechar el paraguas alemán para relanzar sus proyectos, se justificaron afirmando que, gracias a su mediación, las políticas de ocupación fueron menos cruentas», añade Alegre. Un escudo como cualquier otro. En palabras del profesor español, fue algo parecido a lo que sostuvieron las élites tradicionales como argumento para mantener en marcha sus fábricas, las burocracias estatales y los tribunales nacionales al servicio de los nazis.

¿Qué tenían de verdad estas excusas? Según Alegre, poco: «La experiencia de los contemporáneos a los hechos y la documentación nos cuentan cosas diferentes: en muchos casos, los colaboracionistas aprovecharon sus posiciones de autoridad subsidiarias dentro de la maquinaria alemana para medrar, beneficiarse con el expolio de sus propios conciudadanos participando de él y ejercer un poder despótico y violento contra sus convecinos». Así se explica que la resistencia armada contra la ocupación hiciera de ellos y sus familias sus principales objetivos. «Sobre todo, porque eran conscientes de que a las fuerzas ocupantes no les podían crear grandes problemas y de que a estas las echaría de sus países el esfuerzo de guerra aliado».

Enemigo interior

Así, tras la Segunda Guerra Mundial, se inició una caza sin cuartel contra los viejos aliados de los germanos. «Se trataba de acabar con el enemigo doméstico con la vista puesta en el futuro orden de posguerra, también porque matar a un colaboracionista en lugar de a un alemán tenía un coste represivo mucho menor», desvela el autor a ABC. En palabras de Alegre, así se explica también la fractura que el colaboracionismo y la guerra dejaron tras de sí, con las comunidades locales rotas, el odio y los vastos procesos judiciales contra esos aliados político-militares en la posguerra.

Aunque esta caza tuvo otro objetivo: esconder los pecados individuales. Y es que, aunque se ha ocultado, fueron muchos los ciudadanos que no presentaron resistencia alguna a los preceptos nazis; ya fuera por miedo, por interés o, simplemente, por comodidad. «Estas prácticas sirvieron para crear una pantalla de humo con la que se pretendía ocultar o simplificar el alcance real de la colaboración a todos los niveles de la sociedad, sobre todo por parte de esas mismas viejas élites que, en muchos casos, volvieron a la política y necesitaron ocultar su responsabilidad en la derrota militar frente a la Alemania nazi y sus coqueteos con proyectos de reforma del estado en clave autoritaria», finaliza.

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