Cinco héroes olvidados de los Tercios españoles, a través de cartas inéditas desveladas por ABC

El Archivo General de Indias y el Archivo General de Simancas custodian decenas de 'hojas de méritos' de los soldados hispanos

Los miembros de la asociación '31 de Enero de Tercios' analizan, poco antes de la celebración del Día de los Tercios, cómo era la vida de los combatientes tras obtener la licencia

Soldados de los Tercios, de Augusto Ferrer-Dalmau VÍDEO: La vida en la mejor infantería de Europa | CAROLINA MÍNGUEZ
Manuel P. Villatoro

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Conocemos muy poco de Gregorio Ansaldo de Laínez. Un informe escrito en el siglo XVII con letra barroca, sin signos de puntuación y que supone un reto estremecedor para la vista es el único testimonio de que este soldado existió y de que se dejó la sangre por los Tercios de la Monarquía Hispánica. Sabemos, por ejemplo, que fue un héroe que combatió hasta la extenuación en el sitio de Ostende y que estuvo en otras tantas batallas como la de Grol. Aunque también que sus «servicios de gran calidad» no le ayudaron a cobrar toda su soldada ni las ventajas –pluses, diríamos este siglo– que había obtenido, pues «se le quedaron debiendo 1.855 ducados reales».

Lo cierto es que don Gregorio fue rozado por la diosa Fortuna. O eso se extrae de una de las últimas frases plasmadas en el anémico documento que resume sus tres décadas en la milicia: «Su Majestad le entrega un oficio de por vida en las Indias en consideración de sus servicios». En la práctica, se convirtió en un privilegiado que no tuvo que buscar trabajo tras obtener licencia, como sí les ocurrió a otros tantos combatientes cuyas ‘hojas de méritos’ custodian estos días el Archivo General de Indias y el Archivo General de Simancas. Cada una de ellas nos lleva a una existencia oculta en la penumbra de la gran Historia; pero nos ayuda a entender lo que aguardaba a los combatientes después de haber empuñado picas por el Imperio español.

ABC ha estudiado algunas de estas historias personales a través de otros tantos informes inéditos. «Las ‘hojas de méritos’ son determinantes en la historia. Eran documentos donde diferentes oficiales indicaban y daban fe de los grandes hechos de armas que había protagonizado ese soldado», explica a ABC el historiador y presidente de la ‘Asociación 31 Enero Tercios’ Juan Víctor Carboneras. El autor recalca que, aunque a veces se exageraba su contenido, eran una pieza clave para el combatiente. «Las llevaban a la Corte para pedir una capitanía, ascender a sargento o conseguir un puesto cuando ya habían logrado la licencia», desvela. Se transformaban, en definitiva, en la llave para un futuro mejor.

Carboneras sabe de lo que habla. Además de haber dedicado años a investigar el lado más humano de los soldados españoles para elaborar ‘España mi natura’ (Edaf, 2020), esta semana presenta un sinfín de actividades para celebrar el Día de los Tercios. El evento gravita en torno al 31 de enero, jornada en la que se sucedió la batalla de Gembloux y que la asociación quiere impulsar como efeméride oficial para recordar a estas unidades. «Empezaremos el 28 con la gala monumento Tercios. El 29 y el 30 haremos una recreación histórica en la Plaza de la Villa. Además, del 31 al 3 celebraremos las II Jornadas sobre los Tercios en el Instituto de Historia y Cultura Militar. Eso, y mucho más» explica.

La dura jubilación

Algo que tiene claro Carboneras es que la última parte de la vida del combatiente suele pasar de puntillas por los libros de historia. Para empezar, era todo un reto conseguir la licencia, el documento expedido por la Corona que permitía a los soldados alejarse del frente y volver a la calidez del hogar. «La realidad es que el militar podía salir del Ejército de varias formas, y muy pocas buenas. Las causas solían ser cuatro: que muriera, que fuera declarado inválido para luchar en el frente, que pasara su edad útil para empuñar un arma y que su capitán le permitiera marchar por sus méritos a un puesto mejor», añade.

El último escenario era el más extraño. Así lo explica a ABC Roberto Álvarez, miembro de ’31 de Enero Tercios’ y recreador histórico en ‘Imperial Service’: «Las crónicas nos hablan en repetidas ocasiones de combatientes que se mantenían en los Tercios a pesar de superar ya la sesentena». Sus palabras las corrobora la ordenanza de 1632; norma que establecía la necesidad de reservar «60 plazas, 20 de 12 ducados, 20 de 8 y 20 de 5 cada mes» en zonas tranquilas para «soldados de honrado proceder que tengan de sesenta años para arriba y por lo menos veinte de servicio». El objetivo era que instruyeran a militares más jóvenes, pero no que se retiraran del servicio.

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Las heridas severas de guerra tampoco eran garantía de obtener la licencia. Afirma Santiago de la Peña Miravalles, también recreador y miembro de la asociación AECCSO-La Camarada, que el ejemplo más claro fue Julián Romero: «A pesar de haber perdido un brazo, una pierna y un ojo, fue requerido para la batalla tras haberse licenciado. Murió de un ataque al corazón encima del caballo cuando estaba a punto de cumplir los sesenta». Su padre, Santiago de la Peña Salinas –perteneciente al mismo grupo–, añade que otros tantos no querían regresar porque «la Corona les ponía a su disposición un hospital militar»; atención que no habrían podido tener fuera de los Tercios españoles.

En todo caso, para el soldado no significaba el paraíso obtener la licencia. Pau Crespo, vicepresidente de ’31 de Enero Tercios’ y miembro del grupo de recreación ‘Imperial Service’, recuerda a ABC que una buena parte de los soldados quedaban abocados a una vida de «miserias y penurias». Para empezar, debían reunir el dinero que hubiesen obtenido en batalla. «Lo más rentable era el saqueo. No estaba sujeto a la inflación, como sí lo estaba la soldada, así que les ofrecía una buena fuente de ingresos», explica Miravalles. Salinas incide, por su parte, en que «no debemos considerar esta práctica como un robo, pues estaba permitida y era habitual tras la batalla».

El siguiente paso era todavía más complejo. «Debían llevarse el dinero que habían obtenido hasta su tierra por sus propios medios», señala Miravalles. Lo habitual era que no se organizaran convoyes para licenciados. «Se las ingeniaban para escapar de los criminales. Hay un caso famoso, un capitán que se hizo fundir sus riquezas y hacerse una armadura con ellas antes de viajar», apostilla. Después –ya fuera en España, en el Milanesado, en Flandes o dónde se terciara– empezaban de nuevo. En palabras de Crespo, como los estados no ofrecían una pensión –solo las entregaba en casos excepcionales–, la mayoría pasaban el resto de sus días a la búsqueda de un empleo.

Video. Batalla de Pavía, de Augusto Ferrer-Dalmau

A los que peor futuro les esperaba era a los tullidos. Los más desafortunados pedían limosna en las calles; los suertudos, recibían ayuda. «Hubo una guarnición, la de Nuestra Señora de Hal, que se dedicó a recoger a estos soldados a partir de 1640», explica Carboneras. El ejemplo se extendió y fue copiado por varios países en los años siguientes. Una tercera posibilidad era que, si habían servido con lustre y se habían ganado alguna recomendación, acudieran a la Corte para pedir cualquier puesto en un presidio. Allí pasaban los días, alejados del frente, pero al servicio todavía del Ejército.

Por la Corte desfilaban también soldados sin heridas, pero con el bolsillo vacío, para ganarse un puesto en la administración o una paga vitalicia. Y si no, cualquier cosa valía. «Una salida era la vida monacal. Esta les ofrecía un techo, una cama y comida. Era algo práctico que, a la postre, se disfrazó bajo la premisa de que querían expiar sus pecados», explica Crespo. No obstante, los entrevistados coinciden en que la situación era similar en toda Europa. «El soldado español no estaba más desamparado que un zapatero. La idea de la unidad del gremio civil es un mito. Hacían lo que podían por ti mientras trabajabas, pero, cuando la vista te fallaba y dejabas de coser zapatos, tampoco te sustentaban», completa Miravalles.

Heredar la ventaja

La dura vida que aguardaba tras la licencia hizo que a los soldados se les agudizara el ingenio. Uno de los combatientes más avispados a cuyo informe ha tenido acceso ABC fue Cristóbal de Barros y Peralta, un militar que había «servido desde años en los estados de Milán hallándose en todas las ocasiones que en su tiempo se han ofrecido». Si la mayoría de sus compañeros de los Tercios llenaban su ‘hoja de méritos’ con las gestas que habían protagonizado a lo largo y ancho de Europa, él prefirió dedicarla a demostrar que era el único miembro vivo de su familia que podía heredar los 400 ducados que su abuelo recibía «de por vida» por orden del rey. El escrito arrancaba narrando las vivencias de su ancestro:

«Es nieto de Cristóbal de Barros, que sirvió más de 40 años en diferentes comisiones que se le encargaron. […] Fue éste proveedor de la Armada y la Flota de la Carrera de Indias. […] También juez de conservación de los bosques y plantíos de Francia a Portugal […]. Los 30 estuvo en Flandes, hallándose en todas las ocasiones que se ofrecieron en aquel tiempo y en particular en el sitio y la toma de Amberes, de cuyo asalto salió muy mal herido de dos arcabuzazos y venido con licencia a este reino. Sirvió en la rebelión de Granada y socorro de Malta, y, vuelto por segunda vez a Nápoles, fue castellano del puerto de Hércules y […] enviado diversas veces para fortificar su defensa».

Ejemplo de una hoja de méritos AGI

Después de esta somera explicación, el bueno de Barros y Peralta describía los pormenores de la ventaja que había obtenido su abuelo. Al parecer, durante «los años de la bajada de la Armada del Turco hizo importantísimos servicios», por lo que «el rey Felipe II le hizo merecedor de 200 ducados de por vida en Nápoles». Si ya era extraño obtener esa cantidad, más raro todavía fue que se la aumentaran poco después a 400 ducados. Tan extraordinario era que, en su testamento, el anciano dejó escrito que «se le hiciese merced» de ese buen dinero a su familia.

Y hete aquí la petición del joven Cristóbal. En el último tercio de la ‘hoja de méritos’, el suplicante afirmaba que todos los que podían heredar aquella suerte de pensión habían abandonado este mundo, y que él era el único merecedor vivo:

«Dice que ha muerto su tío, el capitán don Manuel de Barros, que sirvió más de 24 años, 9 de ellos con una compañía en el Piamonte, donde fue herido el día de las colinas de Aste de un mosquetazo en el brazo izquierdo tras haberle ganado al enemigo dos piezas de artillería. […] Y que ha muerto su padre sirviendo en la Correduría de Granada. Consta también que su hermano murió sirviendo en el oficio de proveedor. Y consta de todo y de que es heredero de los servicios».

Más afortunados

Pero no todo eran disgustos en los pasillos de palacio. Los archivos oficiales albergan decenas de 'hojas de méritos' que narran historias con final feliz. Uno de los mejores ejemplos es el de Francisco de la Hoz Sampayo. Español de nacimiento –el apellido denota cierto aire gallego–, sirvió durante más de una década «en la Armada de la Guardia de las Indias en plaza de soldado y de la Flota de Nueva España después».

Parece que era ducho en las armas, pues luchó con «los galeones de Luis de Córdova» y siempre «era de los primeros en saltar a tierra». Sus gestas le valieron que el monarca le entregara un cargo y, por ende, una digna jubilación. «Su Majestad, en abril de 1626, le nombró para el siguiente oficio de tesorero de las Provincias de Antioquía, por el tiempo por el que Su Majestad le dio licencia», se puede leer en la 'hoja de méritos'.

Final incierto

De otros tantos se desconoce su paradero tras pasar por la Corte. Diego Mejía de Porras fue uno. Según su ‘hoja de méritos’ fue un soldado modélico que ascendió poco a poco en el escalafón desde que empezara su carrera como ‘pica seca’: «Atento que hace 17 años que sirve a Su Majestad en los Estados de Flandes, reino de Francia y Frisia de soldado, alférez y capitán». Poco se cuenta de su origen en el informe. Aunque no es necesario, pues lo que valía en el siglo XVII eran los hechos de armas para presumir de ellos en la Corte.

De Mejía se dice que «sirvió como muy honrado y particular soldado» y que «dio siempre buena cuenta de lo que se le encomendó y particularmente se le mandó». Una de las primeras acciones destacadas que protagonizó fue en Italia. «En Bolonia se le encomendó el puesto con 50 hombres y se enfrentó contra 300 enemigos con tan buena orden que los desbarató. Cuando llegó su capitán, que estaba en otro puesto, ya estaban en huida», se puede leer en su ‘hoja de méritos’. Y de allí, a Amberes. «Cuando vino el enemigo, siendo capitán de arcabuceros del Tercio del maese de campo don Alonso de Leyva, se halló con su compañía en el dique, donde defendió el puesto donde desembarcaría la armada enemiga».

En la batalla de Hulst, acaecida en 1596, también hizo de las suyas. Durante el asedio, uno de los más estremecedores de la Guerra de los Ochenta años, nuestro protagonista fue uno de los pocos «que se señalaron en vanguardia para el asalto del revellín, en el que embistió con mucho valor». Pasó la muralla junto a su capitán y se vio obligado a tomar el mando cuando este cayó muerto. La gallardía le valió una distinción y ayudó a que los Tercios se hicieran con la urbe tras vencer a una guarnición neerlandesa e inglesa. Aunque esta anotación no está exenta de controversia, ya que el informe la ubica al principio a pesar de que la batalla se sucedió a finales del siglo XVI.

Su ‘hoja de méritos’ es tan extensa que resulta imposible referir todas las batallas en las participó entre finales del siglo XVI y principios del XVII. Aunque de toda la retahíla de genialidades vale subrayar su actuación en el sitio de Ostende. Durante el asedio, en el que los Tercios cercaron la ciudad belga durante tres años, Diego Mejía logró algo tan reseñable como robar dos enseñas al enemigo. «Allí sirvió con la puntualidad que en las demás ocasiones y en combate ganó dos banderas. Se las dio a sus soldados para que las guardasen y él siguió peleando». No se sabe qué sucedió con él, pero es seguro que, con esta hoja de servicios, recibió algún pellizquito en la Corte.

Deuda

El Sargento Mayor Agustín Pacheco es el último protagonista de este reportaje. Su historia tiene luces y sombras. Por un lado, fue un personaje reconocido de los Tercios al que le fue entregada la licencia en 1659 para «volver a sus negocios». Por otro, consta que la Guerra de Restauración portuguesa le hizo perder la friolera de 4.000 ducados. Lo que no se puede negar es que fue un auténtico héroe de su era, como bien se explicaba en su 'hoja de méritos':

«Las personas debajo de cuya mano ha servido certifican que ha luchado mucho más tiempo del que consta y que se ha hallado en todas las ocasiones que en su tiempo se ofrecieron peleando y procediendo con particular valor, como fue en Portugal; en la defensa y sitio de Lérida, por donde fue herido por un arcabucero en la pierna derecha. Fue además de la gente escogida de su Tercio para el socorro de Cambrai, donde entró con muchas balas de los primeros».

Con todo, fue en el sitio de Tortosa, allá por 1642, donde Agustín Pacheco demostró sus capacidades militares; si es que le quedaba algo por demostrar... «Estando de guardia, rechazó una salida que el enemigo hizo a ellos mezclándose con él y matándole mucha gente metiéndole cuchilladas en los fosos», explica el documento. Tras un duro combate, no le quedó más remedio que retirarse, aunque no perdió la honra por ello. Otro tanto hizo en Puigcerdá, donde defendió su posición con un contingente mínimo de 800 infantes y 200 caballos. No solo venció, sino que hizo 500 prisioneros.

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