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UNA IMAGEN...

El camarote de los hermanos Marx

El éxodo veraniego de los españoles en los años 80 tiene poco que ver con el actual. Entonces se viajaba en automóvil con la casa a cuestas y el maletero a reventar

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Una expresión muy de mi abuela: «Hasta los topes». Otra expresión muy suya: «La intemerata». Así cargábamos nosotros el coche camino de las vacaciones de verano: hasta los topes, como en la foto (se trata de una imagen tomada en Sevilla, en julio de 1983). Metiendo en él la intemerata de bártulos. En el maletero y en la baca e incluso, por aprovechar el espacio, encima del cenicero, que es donde se sentaba mi abuela mientras, como un mago, iba inventando pases de Locomía entre golpes de abanico. Porque aire acondicionado no teníamos –ni nosotros ni nadie–, lo que teníamos era calor, mucho calor. Calor y bicis y sombrilla de playa; también canario y perro, que ejercían de miembros de la familia y viajaban con nosotros.

Junto con la sombrilla de playa y las bicis y el abanico de mi abuela y mi abuela. Sin olvidar el balón de Nivea, ¿se acuerdan del balón de Nivea? El nuestro lo llevábamos inflado y nos lo íbamos lanzando mis hermanos y yo dentro del coche, que hacía las veces de hogar durante aquellas largas horas de encierro.

Menudos viajecitos. Papá al volante con cara de velocidad y ganas de compartir con nosotros el humo de sus puros, mamá diciendo «no tenemos prisa» y consultando a hurtadillas su reloj de tanto en tanto, mi abuela refunfuñando. Con lo a gusto que se habría quedado ella en casa –ella y el perro y el canario y su abanico y, seguro, el balón de Nivea–. «No sé por qué no me dejáis abandonada en una gasolinera, no me lo explico, palabrita del Niño Jesús que no os voy a denunciar», decía mi abuela. Con tal de salir del coche...

No, por más que Los Payasos de la Tele insistieran cada tarde de sábado en convencernos de lo contrario, viajar no era un placer: era un martirio. Despeñaperros, una tortura. Y el coche, una sauna. Con las ventanillas subidas, con las ventanillas bajadas, daba igual: el coche, una sauna que ni las de Finlandia. Llegar, llegabas a tu destino. Más delgado, pero llegabas. Como recién salido de la clínica Buchinger.

Recuerdo que un verano recogimos a La Chica de la Curva. Ya saben: la típica chica muerta que hace autoestop y que, una vez en el coche y cuando menos te lo esperas, se pone a chillar histérica y desmelenada: «¡Cuidado con la próxima curva, cuidado con la próxima curva!», obligándote a reducir la velocidad y salvándote de un terrible accidente. Pues nuestra Chica de la Curva no llegó a la curva: se bajó antes. «Me quedo aquí mismo, si no les importa.» Que no soportaba las apreturas, dijo nuestra Chica de la Curva. Y tras un ligero carraspeo:

«El calor me mata».

Desde Denver (Colorado), nos llega la buena nueva de una ópera sobre Cecilia Giménez, la abuela del Eccehomo de Borja ( Zaragoza), justo cuando en Madrid la abuela Carmena, tras leer los escritos de Adorno sobre el público de la ópera, se ha deshecho del palco municipal en el Real, destinado a partir de ahora por Bertrán de Lis a una representación de pobres (de solemnidad, dado el incomparable marco).

¡Carmena Burana!

Napoleón solía caer en accesos de fastidio en la ópera, como le pasa a todo el mundo, pero él pretextaba estar pensando en cómo combinar tres Cuerpos de Ejército en Fráncfort con dos Cuerpos de Ejército en Colonia.

Para evitar que la abuela Carmena caiga en accesos de fastidio en los plenos por tener que pensar en cómo combinar en el ex palco municipal tres pobres de la Prospe con dos pobres de Lavapiés, la designación de los pobres para la temporada (Muti ad portas!) será por sorteo, a imitación de lo que hace Ramírez (nombre que Cebrián tacha con tipex en las columnas de Jabois) con los accionistas de su periódico, entre los cuales se rifan las entradas disponibles para acompañar al director al «Don Carlo» de Boadella en El Escorial.

La abuela Carmena sabe que la ópera es una cosa más de Barcelona que de Madrid, donde tira más la zarzuela, como siempre se malició el malo malísimo Gerry Mortier. En Barcelona, Pla, al que los comunistas dejarán sin calle en Madrid, donde sólo nos va a quedar Muñoz Molina, seguía la temporada por la vestimenta del crítico Pena, wagnerista furibundo: si aparecía de esmoquin, habían dado un Wagner; si de crudillo, habían dado una italiana.

Pobre habrá que, agraciado con un sillón en el palco para el «Falstaff» de Muti, reaccione como Perico Fernández en Zaragoza, agraciado con una real medalla en Madrid: «¡Ufff! Traje, zapatos, tren… ¿Quién me lo paga? ¡Si al menos me la diera Franco!».

Pues, a todo esto, y sin salirnos de la ópera, bien lo dijo Falstaff: «Todo en el mundo es burla».

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