Una sonata donde vivir

El pianista británico Benjamin Grosvenor brilló en el Palau de la Música con la Sonata en Si Menor de Liszt

Benjamin Grosvenor, durante su recital Antoni Bofill

Pep Gorgori

Con su Sonata en Si menor, Franz Liszt no compuso una obra musical. Creó una partitura en la que quedarse a vivir. Durante los años 30 y 40 del siglo XIX, el pianista repensó la técnica interpretativa de su instrumento con obras revolucionarias en forma de Estudios (los 'Paganini', los 'Trascendentales'…). Luego, en 1853, pulverizó la forma Sonata creando una pieza que al mismo tiempo mantiene la división canónica en cuatro movimientos y es uno solo, ya que la frontera que divide unos y otros está totalmente borrada.

En las primeras páginas plantea una serie de temas contrastantes pero complementarios, que vamos reencontrando una y otra vez, convenientemente transfigurados, a lo largo de toda la obra. Un universo propio, al margen de las reglas. Un Aleph musical donde convive todo: presente, pasado (ese pasaje fugado del tercer movimiento, qué maravilla) y futuro. Lo bello y lo grotesco; la ira y la esperanza; el amor, el consuelo, los abismos y el Paraíso. Lo dicho: una partitura en la que quedarse a vivir.

Benjamin Grosvenor se presentó en el Palau con este monumento en la primera parte y con la Tercera sonata de Chopin -considerada una de sus obras más difíciles de interpretar- en la segunda. Con solo 29 años, su propaganda es grandilocuente: «Sonido personal e interpretaciones electrizantes y reveladoras», dicen sus relaciones públicas en el currículum. Chorradas. Lo que hace Grosvenor es simplemente abordar la partitura con valentía, con un detalle y una precisión difíciles de encontrar en la actual generación de estrellas mediáticas del piano. Una pulsación perfecta, matizada, como si hubiese logrado el loco ideal de Schumann de lograr que cada dedo fuese completamente independiente del resto de sus compañeros. Así logra dar con todos los matices, todos los rincones, todos los planos que la música de Liszt y Chopin contiene. Su electricidad no procede de él, de su carisma, sino de la partitura.

Quedó clarísimo al inicio del concierto, con los 'Intermezzi' Op. 117 de Brahms: una lectura perfectamente canónica, sin estridencias pero con todas las complejas líneas melódicas -las que se perciben a primera escucha y las que no- perfectamente trazadas y cantadas. Lo mismo se aplica a la 'Berceuse' de Liszt que abrió la segunda parte. Y, como si el programa no hubiese sido lo bastante exigente y agotador, de propina dos danzas de Ginastera: la de la moza donosa y la del gaucho matrero. Casi nada. Y en directo suena incluso mejor que en las grabaciones.

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