Don Giovanni seduce al Liceo

La ópera escenificada regresó al teatro de La Rambla en tiempos de restricciones y con el aria de Donna Elvira «Mi tradi» eliminada del programa para recortar tiempo

Christopher Maltman (Don Giovanni) en un momento de la representación A. BOFILL

Pep Gorgori

El «Don Giovanni» de Mozart marcó este sábado el retorno de la ópera escenificada al Liceo tras meses de ausencia. Los esfuerzos del maestro Josep Pons desde el atril para mantener unida orquesta y cantantes fueron una buena síntesis del titánico trabajo de toda la organización para sacar adelante una programación digna en estos tiempos. Fue un excelente trabajo por su parte, teniendo en cuenta que tenía que lidiar con una plantilla reducida y dispersa. Tanto, que el clave estaba metido en un palco y se escuchaba como un susurro. Verlo dirigir en estas circunstancias fue toda una lección de capacidad de adaptación.

La escenografía de Loy no puede despacharse con un simple «es muy estática» (aunque lo es). Loy bebe del teatro español de Tirso de Molina, pero en este Don Juan hay que buscar también referentes en el ensayo de Kierkegaard sobre «Don Giovanni». Según el filósofo, Mozart describió la esencia del mito donjuanesco con la música, no a través del texto dramático de Lorenzo da Ponte. Fiel a este planteamiento, el Don Giovanni de Loy es un personaje que ya no está en plenitud de facultades. Las síncopas y contratiempos que acompañan su canto en los últimos minutos de la partitura dan buena cuenta de sus dudas, sus temores: está cansado, y sabe que su vida se desmorona. Loy, además, acentúa la estructura circular que sugiere Mozart. Si el compositor abre la ópera con unos acordes que son evocados en la escena final de la aparición del fantasma del Commendatore, Loy nos propone también en la obertura una imagen muda que cobrará pleno significado con la llegada del espectro.

Entre ambos momentos, los espacios escenográficos no son físicos, sino psíquicos: en ningún momento salimos de la atormentada cabeza del disoluto. Ahí radica la fuerza del montaje: dejar que sea la música la que hable por sí misma, sin forzar efectos teatrales ni caer en lo obvio.

El reparto estuvo magníficamente encabezado por Christopher Maltman en el rol protagonista, al lado del siempre impecable Leporello de Luca Pisaroni. Soberbia Véronique Gens como Donna Elvira y meritorio, aunque no memorable, debut de Miah Persson como Donna Anna. Josep Ramon Olivé firmó un más que notable Masetto y Leonor Bonilla defendió con destreza el papel de Zerlina. Ambos están preparados y merecen acumular experiencia pisando más escenario en roles exigentes. Ben Bliss lució como Don Ottavio y Adam Palka encarnó un Commendatore tan impactante como se espera de este papel breve pero intenso.

La eliminación del concertante final con la moralina propia de la época, para poder acabar a las once de la noche como marcan las normativas sanitarias, no supone una gran pérdida (casi se puede considerar una mejora). No se puede decir lo mismo del recorte del aria de Donna Elvira «Mi tradi», pero es un mal muy menor si pensamos cómo en otros países como Estados Unidos han resuelto el problema, simplemente, cerrando teatros. Mientras llegan tiempos mejores, disfrutemos con lo que aún nos queda.

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