Tarradellas, el presidente más honorable

Ve la luz la monumental biografía de Joan Esculies sobre el hombre que preservó la Generalitat del sectarismo partidista, un político único y, tal vez, irrepetible que mantuvo siempre una cierta idea de la lealtad a España

Balcón de la Generalitat en la plaza de Sant Jaume el día del regreso de Tarradellas: 23 de octubre de 1977, «Ja sóc aquí!» ABC

Sergi Doria

Unas 'Vidas paralelas' de Plutarco sobre la Cataluña contemporánea ligarían a Josep Tarradellas con Charles De Gaulle. Su elevada estatura –física y moral– les permitía observar la política desde una atalaya y columbrar las miserias partitocráticas. En lo alto hace frío y se está solo. De Gaulle profesaba «una cierta idea de Francia» y Joan Esculies ha subtitulado así la biografía de su paralelo catalán: 'Tarradellas. Una cierta idea de Cataluña' (RBA): más de 800 páginas. Biografía monumental y definitiva.

«Cataluña es demasiado pequeña para menospreciar a ninguno de sus hijos y lo suficientemente grande para que todos quepamos en ella », escribió Tarradellas al director Horacio Sáenz Guerrero: una enmienda a la totalidad al pujolismo.

Tarradellas fue un político único y, tal vez, irrepetible . A diferencia de otros de su generación, sin oficio ni beneficio, que vieron en la Esquerra una agencia de colocación, aquel joven de Cervelló, hijo de Salvador Tarradellas, obrero de una fábrica de vidrios y de Casilda Joan, ama de casa y cuidadora del huerto familiar, buscó un porvenir en Barcelona, donde su hermano Jaume regentaba el café La Lune en la esquina de plaza del Àngel y Bòria. En el Cadci (Centro Autonomista de Dependientes del Comercio y la Industria), Tarradellas aprendió las artes del agente comercial . Miembro de la asociación nacionalista La Falç, en la Dictadura primorriverista «se convirtió en un 'self made man' y consiguió una posición económica notable que pronto le granjearía múltiples envidias», apunta Esculies.

La imagen de ambicioso le acompañará siempre. En Esquerra se desmarca de la línea oficial en el grupo de L'Opinió del abogado Joaquim Lluhí. Fue un político moderno. Consejero de la Generalitat, Tarradellas prescindirá de los funcionarios menos aptos: «Los periódicos de la oposición le felicitaron por ello y le animaron a terminar con el enchufismo. Al margen de que la adulación fuera más o menos sincera, el orden que imponía Tarradellas jugaba a favor de partidos con militantes más preparados», observa Esculies.

El Rey Juan Carlos con Tarradellas, 29 de junio de 1977 en la Zarzuela ABC

Frente al aventurerismo de octubre del 34, Tarradellas siempre se sintió más demócrata que nacionalista , subraya su biógrafo: «Consideraba, además, que la burguesía había manipulado el problema nacional catalán, queriéndolo convertir en el único mientras silenciaba las cuestiones económicas y sociales». A lo largo de su trayectoria repetirá los demonios familiares de un catalanismo varado en «el terreno de la demagogia y el verbalismo».

Tarradellas quería que la Generalitat fuera valorada por su utilidad para la ciudadanía y no por los tópicos victimistas del nacionalismo histriónico. Gran psicólogo, era cauto en sus amistades, personales o políticas. No se casaba con nadie : «No ponía reparos en enfriar o recalentar una relación a conveniencia. Podía pasarse años y décadas sin hablar con alguien y escribirle, y luego, llegado el momento, tratarle de nuevo como si nada y hacerle sentir bien», acota Esculies.

Con una hija afectada de síndrome de Down que requería una costosa educación especial, Tarradellas labró una vida austera y navegó en un mar de deudas, mientras recibía el fuego amigo de sus compañeros de derrota y la indiferencia de los gobiernos republicanos en el exilio. A quienes seguían levantando castillos en el aire les propinaba un azote de realidad: «Los catalanes hemos perdido y queremos más de lo que teníamos, y los españoles no nos quieren dar nada. Lo primero sería comprensible si hubiésemos ganado, lo segundo para ellos es lógico». Ese pragmatismo, señala Esculies, «le guio durante todo el exilio».

Desde Saint Martin-le-Beau, y tras la muerte de anterior presidente de la Generalitat, Josep Irla, Tarradellas presidió una larga marcha hasta el restablecimiento de la institución .

Desligado de Esquerra, más cercano a la CNT que a los comunistas, vendió sus pertenencias más valiosas –entre ellas, un Picasso– para salvar el archivo que sostenía su legitimidad. Amigo de Pla, del historiador Vicens Vives y del empresario Manuel Ortínez, desconfiaba de los franquistas catalanes de Òmnium, del antifranquismo montserratino y del banquero Pujol que pretendía comprarle para neutralizar su autoridad.

Cuando Joan B. Cendrós, empresario de Floïd, abrió sede de Òmnium en París y se la ofreció a Tarradellas, «el presidente la rechazó y pidió, de nuevo, que la cerrasen». La respuesta de Cendrós, autodenominado fascista catalán, fue prepotente: «Mire, el piso de París lo hemos abierto porque a mí me ha salido de los cojones. ¿Y sabe cuándo lo cerraremos? Cuando a mí me vuelva a salir de los cojones».

Adolfo Suárez, presidente del Gobierno, entrega el bastón de mando a Tarradellas el 24 de octubre de 1977 ABC

Acuciado por los préstamos a devolver, Tarradellas acabó vendiendo los viñedos de Clos Mosny a la champañera Taittinger: «No venderé el archivo ni claudicaré, aunque me muera de hambre», le dijo a Joan Alavedra.

Así llegó Tarradellas a la democracia. Así se ganó el respeto del Rey y Suárez para restablecer una Generalitat que venía de la República, pero que hundía sus raíces en la monarquía medieval. Siempre fue el pragmático más ocupado en los ciudadanos de Cataluña que en la politiquería partidista. Si le mentaban los Países Catalanes rompía el molde nacionalista: «Catalunya Nord, no me suena… No creo en los Països Catalans reunificados. Mallorca, Valencia, Rosellón tienen sus problemas, que deben resolver cada uno a su manera».

Tampoco le gustaba el café para todos autonómico y nunca se sintió cercano al 'modus operandi', manchado de sangre, del nacionalismo vasco. Se llevaba bien con los militares y su controversia con Pujol, al que censuraba su doble lenguaje, perduró hasta la muerte: «No se puede hacer un día de separatista ultra y al día siguiente ir a León o donde sea a declarar que somos más españoles que Santiago de Compostela. Lo que hay ahora en Cataluña es una especie de dictadura blanca».

El 12 de junio de 1988 treinta mil catalanes pasaron por la capilla ardiente en el Palau de la Generalitat. Jordi Pujol, advierte Esculies, «no aceptó la propuesta del ayuntamiento para que participara la banda municipal de Barcelona y la coral Sant Jordi para dar mayor relieve a Els Segadors. Desestimó la presencia de una dotación de caballería de la Guardia Urbana en uniforme de gala».

Tarradellas, concluye su biógrafo, «sostenía que el presidente de la Generalitat era el representante del Estado en Cataluña y que ello implicaba unos deberes para con el gobierno de España, pero a la vez los representantes de este poder tenían unas obligaciones con la Generalitat».

Una cierta idea de Cataluña. Una cierta idea de la lealtad a España: el presidente más honorable de la Generalitat.

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