Ana Pedrero - Desde La Raya

Inocentes de la tierra

«La Navidad es el tiempo de los niños, que se entienden entre ellos con un código ininteligible que perdemos a medida que avanzamos por la vida»

Iluminación navideña en la Plaza Mayor de Valladolid ICAL

Ana Pedrero

Uno se da cuenta de que se le vienen encima los años cuando la Navidad se convierte en un tiempo de echar de menos a los ausentes, de guardar sin repuesto esos sillones vacíos en los recovecos de corazón. Heridas que nunca cicatrizan y nos recuerdan que una vez, con la ceniza en la frente, nos dijeron que somos polvo que un día regresará al polvo.

Nos hacemos mayores cuando cobra sentido ese comercial pero ya entrañable «vuelve a casa por Navidad» que este año he leído convertido en un mensaje de amor desesperado de una amiga para su hermano. Despuntando la madrugada del 25, él perdía la batalla. Extraño binomio el de los tanatorios y la Navidad. Debería estar prohibido morir en estas fechas.

Quizá porque de recibir al Dios Niño se trata, la Navidad es el tiempo de los niños, que se entienden entre ellos con un código ininteligible que perdemos a medida que avanzamos por la vida. Dichosos ellos. No se dan cuenta de que hemos prostituido este tiempo mágico en un mercadeo de felicidad tan efímero como las luces que iluminan nuestras calles. Los niños ya solo esperan al intruso «Santa» y los adultos olvidamos que el gran regalo es eso: al amor. El Amor, con mayúsculas. Llámenlo Dios, llámenlo como quieran. El Amor universal, que tanta falta hace en este loco mundo de tirios y troyanos irreconciliables. Un mundo que da miedo.

Es tiempo de balances, de repasar lo vivido y hacer buenos propósitos que jamás se cumplen para el año venidero. De sonreír con las alegrías de los que llegaron, con las cosas buenas que a veces deja la vida, tan puta como maravillosa, tan cruel como generosa, tan de apurar el instante. La vida es eterna en cinco minutos. Si no, no sería vida.

Uno se da cuenta de que se vienen encima los años cuando echa de menos la inocencia, la ilusión, aquella admiración, aquella ternura contemplando al Niño en el pesebre, aquel detener la respiración para escuchar a los Magos de Oriente sobre el tejado.

Inocencia bendita en el día de los Inocentes, esos inocentes santos del maestro Delibes que pueblan una tierra vacía sin lamentos. Inocentes del mundo que creemos que sobre estas cenizas brotará la vida. Que vendrá después la primavera, un tiempo nuevo. Que nosotros somos la primavera.

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