Guillermo Garabito - La sombra de mis pasos

Adiós en diferido

«Lo mejor del discurso del presidente Herrera fueron las correspondientes réplicas de la oposición. Aunque ni siquiera la oposición anduviera especialmente reseñable»

Lo mejor del discurso del presidente Herrera fueron las correspondientes réplicas de la oposición. Aunque ni siquiera la oposición anduviera especialmente reseñable. Fue la tarde un soliloquio al que salieron, el presidente y los portavoces, como ha salido la selección española en los dos últimos partidos del Mundial: con explicitas ganas de irse a casa. Y es que a nadie le apetece correr noventa minutos o jugar al Debate del Estado de la Región con este calor… Porque la mejor manera de hacer comunidad, ya se sabe, es desde casa. Aunque con el presidente Herrera ocurrirá como ha pasado con Rajoy en el Congreso de los Diputados. No se le valoraba especialmente como parlamentario, pero ahora le echan de menos.

Decía en una entrevista Tim O’ Reilly que «si las máquinas nos quitan el trabajo será por nuestra culpa». Y los políticos de por aquí vinieron, una vez más, a darle la razón. Ayer en el Debate era difícil encontrar alguna diferencia entre Juan Vicente Herrera y una computadora. El presidente sólo sabía hablar en cifras económicas, que es ese reducto que queda del marianismo en el ADN del PP. Una forma de hablar sin decir nada, sin ideas. Un lenguaje que se impuso por bandera a partir de 2011 y que no mueve a nadie. El problema se agrava cuando ese lenguaje se utiliza en diminutivos. No se puede tomar a nadie en serio que hable en diminutivos, ya lo explicaron ‘Los Simpson’. Y Herrera habló, también, de cifras en diminutivo. De números más propios de un alcalde de pueblo que de un presidente de la Junta de Castilla y León.

Para hablar exclusivamente de cifras, como hablan los políticos ahora, nos sobran las máquinas. Si al menos las máquinas repoblaran los pueblos…

El discurso y los aplausos fueron siguiendo el guion como en un libreto teatral. Aplausos sin mucho énfasis en la bancada del PP, quién sabe si para que a Herrera no le sonara todavía más a despedida la escena y acabara pidiendo: «que alguien pare, coño».

Entre tanto, en Podemos, se turnaban la indignación cuando hablaba el presidente. Turnarse la indignación, que debe de ser un invento de la nueva política para asegurar que nadie se queda sin este derecho avalado por Twitter. Aquí quién lo practicaba con más énfasis, quizá porque parecía ser el que escuchaba el discurso de Herrera con más interés, fue Pablo Fernández. Fernández que cada día tiene más estampa y bigote de Conde Duque de Olivares –tal vez premonitoriamente–. Tudanca, durante su turno, le vino a hacer una crítica «constructiva» de todas sus legislaturas al presidente. Constructiva, pero le salió un discurso de poca altura; con más adobe que ideas. Al final le deseo lo mejor a Juan Vicente Herrera para cuando marche de la política –el próximo año– en este adiós en diferido. Un deseo sincero, como sólo se puede desear lo mejor el bipartidismo en España.

El discurso de Herrera, ya digo, fue un hacer testamento político para la eternidad autonómica, un dar cuenta de la herencia que deja. Aunque ya se sabe que a la familia es mejor no dejarle nada para ahorrarse las disputas. Y el impuesto de sucesiones. A la familia y a cualquier partido político –imagínese el lector–, incluso al PP que ya tiene el futuro repartido por aquí. Las palabras de Herrera –cifras y datos incluidos– sonaron a un: «mi paz os dejo, mi paz os doy…» No me tengáis en cuenta los pecados.

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