Los jugadores de Chile celebran el pase a la final de la Copa Confederaciones
Los jugadores de Chile celebran el pase a la final de la Copa Confederaciones - AFP

Copa ConfederacionesLa generación de oro de Chile

La actual selección de Pizzi es el producto de una revolución silenciosa que se ha sacudido por fin el complejo de inferioridad

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Como en la película de Terrence Malick, la historia de la selección chilena se escribe gracias a un grupo de hombres extraordinarios que, juntos, se saben mejores que por separado. El todo, mejor que la suma de las partes. Y la historia no hace más que darles la razón. El capitán, Claudio Bravo, firmó una temporada para olvidar con el Manchester City pero fue ponerse la casaca de Chile y hacerse gigante en Kazán para poner a su equipo, y a los 18 millones que lleva detrás, en la final de la Copa de las Confederaciones al derrotar a Portugal. Alemania es la última etapa de este equipo campeón.

Para entender cómo Chile se ha puesto en el mapa, hay que remontarse a 1989.

En una de las historias más rocambolescas que recuerda el Planeta Fútbol, Roberto «El Cóndor» Rojas fingió el impacto de una bengala en Maracaná a fin de clasificar a Chile para el Mundial de Italia 90. Tras una investigación, la FIFA sancionó a la federación trasandina con 5 años sin disputar una competición internacional. El castigo terminó, e incluso La Roja volvió a tener éxito a finales de los 90 con la dupla formada por Iván Zamorano y Marcelo Salas, pero el complejo de inferioridad marcó a una generación entera. Una camada al completo de jóvenes talentos vio cómo la sombra del Cóndor se hacía más alargada que nunca en su camino al éxito y, con mucha más pena que gloria, Chile deambuló por las competiciones a comienzos de siglo.

Se gestaba entonces, sin saberlo el pueblo chileno, una revolución silenciosa. Afloraba en un grupo de chavales el sentimiento de rebeldía ante las vergüenzas del pasado. Como si de una asamblea de superhéroes se tratara, todo comenzó con un fenómeno atmosférico: «el milagro del desierto». Proveniente de Tocopilla, una localidad norteña, árida y casi aislada del resto del país, un crío llamado Alexis Sánchez comenzaba a deslumbrar entre el polvo y hasta el todopoderoso River Plate se interesó por él. Le delataba la humildad de los grandes, así que el destino le puso delante a Arturo Vidal: la potencia y el exceso, dentro y fuera de la cancha. Bajo el amparo de estos astros, se hizo la vida y los nombres de Claudio Bravo o Gary Medel empezaron a sonar con fuerza en el panorama internacional.

Como en toda buena historia, alguien debía descubrir este talento y, más importante aún, ponerlo a funcionar. Fue así como Marcelo Bielsa llegó a la Ciudad Deportiva de Ñuñoa y pidió que la cercaran por completo, que la convirtieran en un fortín moderno, dedicado en exclusiva a la selección. A sabiendas o no de lo que estaba por venir, «el Loco» se centró en dotar a estos talentos de una psicología deportiva que les ayudase a crecer como futbolistas y como personas. Ser convocado por Bielsa no era un compromiso, era un desafío a los límites. Es probable, como afirmó recientemente Vidal, que Bielsa no tuviera mucho que ver con la manera de jugar, pero no hay nadie en esa delgada línea roja de la geografía llamada Chile que niegue que Marcelo Bielsa instauró en los jugadores una verdadera mentalidad ganadora.

Tras un breve y turbulento tiempo de Claudio Borghi al frente de la selección, hacía falta un bombero. La salida de Bielsa, como el abandono de un mentor, vino acompañada de los mayores escándalos que se recuerdan en la federación. Tal fue el descalabro que más de algún jugador se presentó tarde y ebrio a los entrenamientos. Sin ningún bombero en el horizonte, se optó por un pirómano, y así se hizo Jorge Sampaoli con los mandos de La Roja. De fuerte temperamento, el argentino recibió como primer reto meter a Chile en el Mundial de 2014. Y vaya si lo metió. Y en octavos. Y tuvo a Brasil, en Maracaná, de rodillas. Tras la eliminación, medio país volvió a invocar la figura del Cóndor y el fantasma, que parecía volver a aparecer, fue rápidamente eliminado por la selección con la consecución de la primera Copa América de su historia, en 2015. Al fin y al cabo era una cuestión de justicia poética, el complejo de inferioridad que había nacido en Maracaná, tenía que morir en Maracaná.

Se fue Sampaoli a buscar rédito por los éxitos conseguidos y llegó Pizzi. «Ahora sí», dijeron muchos chilenos, «ya hemos tocado techo y toca volver a la realidad». El argentino nacionalizado español perdió cuatro de sus primeros cinco partidos al frente del equipo. Ahora adultos y estrellas internacionales, los jugadores salieron en su defensa y Chile, sí, Chile, se convirtió en bicampeón de América tras derrotar dos veces seguidas a Argentina en la tanda de penaltis. El paralelismo lo tienen delante, ¿les suena otra selección que se quitó años de robos arbitrales y complejos de inferioridad históricos de un plumazo? ¿Tenía esa selección a un señor canoso en chándal en la banda, que más que un entrenador era un padre? ¿Se fue ese señor y esa selección siguió cosechando éxitos? Y ya por casualidad, ¿vestía esa selección también una zamarra roja? Si, muy parecido a España.

Más allá de lo que logre la selección de Chile ahora o en los próximos años, parece haberse establecido como un equipo competitivo, como un rival a tener en cuenta. Pasarán los años y la «Generación Dorada», como la conocen allá, será recordada. Todo ello bajo el mantra que se puede leer en el vestuario del Estadio Nacional de Santiago en antes de saltar al campo y que recuerda constantemente a los novatos por qué están ahí: «nadie es mejor que todos nosotros juntos».

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