Vuelta a España

El Barraco, cuna de campeones del ciclismo

La Vuelta llega a la población de Ávila que exportó a Ángel Arroyo, Chava Jiménez o Carlos Sastre

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La Vuelta aterriza este domingo en una cuna de campeones, el Barraco, un paraje minúsculo en la inmensidad de la sierra de Gredos que ha exportado a algunos de los apellidos más célebres del ciclismo español. Ángel Arroyo, Chava Jiménez y Carlos Sastre, como principales representantes de esta población famosa por la venta de pieles y por la escuela ciclista de Víctor Sastre, que captó a tantos jóvenes de la región para el ciclismo.

Todo empezó con Ángel Arroyo, un corredor salvaje, a la antigua, que sorprendió al mundo con su estilo indomable en el Tour de 1983, el que descubrió a Perico Delgado y al propio Arroyo en veranos televisados que situaban al personal frente a las imágenes del Tour. Arroyo acabó s egundo detrás de Laurent Fignon y la llama del ciclismo prendió en este pueblo de la serranía de Gredos, de 2.000 habitantes.

Por el entusiasmo que generó Arroyo, un vecino del pueblo, Víctor Sastre, montó una escuela de ciclismo que se convirtió en el principal vivero de Castilla y León para el pelotón profesional.

Por la escuela del padre de Carlos Sastre pasaron, además de su hijo, Chava Jiménez, Pablo Lastras, David Navas, Francisco Mancebo, Curro García, Francisco San Román y tantos otros que no llegaron al mundo profesional. De alguna manera, la escuela apartaba a los chicos de la tentación de la droga y les entregaba un estímulo diario de entrenamiento y esfuerzo que se plasmaba en las carreras de los fines de semana.

Aunque Arroyo marcó el paso y Carlos Sastre fue el principal embajador al ganar el Tour de Francia 2008 , el ciclista de mayor carisma fue, sin duda, Chava Jiménez.

«Si no hubiera sido ciclista, hoy estaría poniendo raciones de cabrito». Chava Jiménez era grueso como una bola. Todos los kilos que le sobraban, más de quince , eran sinónimo de fuerza bruta, de deportista con aspiraciones.

A Jiménez le sedujo la vida de ciclista. Ganaba a cualquiera en la montaña, llenaba el bolsillo y crecía su fama. Siempre en Banesto, concibió su profesión desde un único prisma: sólo la victoria le recompensaba. «¿Para qué quiero hacer cuarto? Sólo se firman buenos contratos si ganas», decía.

Actuaba por libre, sin ataduras. Corría como vivía. Al día. Sus nueve victorias en la Vuelta, su último paseo imperial (la cronoescalada a Arcalís en la Vuelta 2001) y sus reinados de la montaña le convirtieron en el niño querido de los aficionados. Tantos partidarios por su brindis al espectáculo como detractores por su mala fama y talento desperdiciado. Parecía inmune a los comentarios. Hasta que llegaron las sesiones de hospital y controvertidas terapias, el rastro de la noche, la mala vida... Y una triste muerte el 6 de diciembre de 2003.

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