TEATRO

'La batalla de los ausentes': el frente está en todas partes

La obra reincide en el teatro como resto, como sobra, como despojo ‘que se rearma'

Una de las esperpénticas escenas de 'La batalla de los ausentes' ABC

Alfonso Crespo

Qué impresión esto del teatro; nos referimos a cuando acontece, claro. Se interrumpe esa especie de extraña y barroca televisión o radio-novela cursi que programan los fines de semana en estos mismos coliseos bajo esta misma denominación, teatro. La Zaranda comparece, además, cada vez más desnuda para administrarnos sus viáticos por si la muerte nos sorprende antes de su próximo espectáculo. ‘La batalla de los ausentes’ reincide, entonces, en el teatro como resto, como sobra —no otra cosa son sus tres protagonistas, supervivientes de una guerra ya olvidada—, como despojo ‘que se rearma’. Este esperpéntico trozo de compañía, estos hombres-pelele, no son el reflejo distorsionado por un discurso de ideología antimilitarista, no: son nuestros soldados, la vanguardia en la conquista del espacio escénico, las ridículas huestes ‘beckettianas’ con las que Eusebio, Paco, Gaspar y Enrique llevan cuarenta años ganando batallas, arañando victorias cada vez más complicadas, con menos efectivos.

La resistencia, como siempre, viene de la palabra, de esa ‘musiquita’ inconfundible de La Zaranda, hecha de ecos y repeticiones, de modulaciones, de antológicas sentencias líricas que aquí el trío se impone en la fórmula de un sortilegio murmurado: hay que hablar, hacerlo sin parar, como una superstición que protegiese del temor al silencio final, a la oscuridad definitiva. El mobiliario, la bombilla ahorcada, la silla de ruedas, los maniquíes, el apolillado fondo de armario marcial conforman el archivo de las batallas pretéritas que, en su nueva ordenación, promueve estos ‘juegos de guerra’ entre la memoria traicionada y la imaginación estrangulada.

La risa se afila cuando, en su desesperada ludopatía, el trío asciende un peldaño de la escalera crítica y el esperpento sobre el poder y la dominación, el despotismo y la crueldad, se vuelve ecuménico, atañéndonos a todos, incluso a ese ministro de cultura —a esos ministros de cultura— que compite con Dios en su silencio. De todas maneras, ante el último umbral, ante la escena como límite entre la cima y la sima, siempre está uno solo; mejor no engañarse, parece susurrarnos esta troupe que sigue sosteniendo toda la temporada de teatro en sus temblorosas manos.

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