En el nombre del hijo

Verónica Forqué, en una escena de la obra Teatros del Canal

Diego Doncel

Adaptación libre y actualizada de «El pequeño Eyolf», de Ibsen, «El último rinoceronte blanco» posee todos los recursos que la factoría de Carlota Ferrer y José Manuel Mora nos proponen siempre como marca de la casa: profundidad conceptual, imaginación perturbadora, exploración del lenguaje teatral en todas sus posibilidades. Eso sin perder de vista la dimensión política o social, tan presente en los montajes de ambos autores. «El último rinoceronte blanco» nos habla de nuestras crisis, de los huecos de nuestra identidad, de los abismos de nuestros matrimonios y de la destrucción del medio ambiente como metáfora de la destrucción del futuro. Un niño impedido a causa de un accidente motivado por un descuido de sus padres, unos padres que se buscan tanto como se huyen; una hermana del padre, llamada Eva, obsesionada por la maternidad; un apóstol del dinero y la especulación llamado Mateo que la corteja; seres a la deriva, hundidos en la desesperación, en las equivocaciones existenciales, en el extremo malestar. Seres con los que se crea un relato con ecos bíblicos, no solo por el nombre que se le da a los personajes (Jesús, Juan, Magda...), diferente al que Ibsen utilizará en su obra, sino también porque todos parecen vivir en un tiempo marcado por el abandono, por el nihilismo y, al final, por la búsqueda de la espiritualidad. Valiéndose de ese juego sutil, el texto es, por tanto, una reflexión sobre hasta qué punto los padres tienen responsabilidades con los hijos, hasta qué punto ese abandono no es sino una forma de orfandad postmoderna.

Los montajes de Carlota Ferrer siempre tienen un indudable sesgo pop y una imaginería no lejana al arte conceptual. Una mesa, unas sillas, un piano, una guitarra eléctrica, mínimos elementos para una puesta en escena donde se conjugan temas musicales, coreografía y la fuerte presencia de figuras simbólicas, en especial ese omnipresente rinoceronte blanco que, al final, flota en el aire mientras el drama se llena de muerte y desolación. Carlota Ferrer convierte el mundo en sus metáforas, la vida en sus imágenes, sus excesos son barrocos porque la realidad se le llena de fragmentos, de huecos morales . Aquí no se huye del mundo tecnológico de nuestros días, de la dimensión biomédica del ser humano. Tampoco del conflicto que despierta la naturaleza y los límites de la culpa.

En el elenco destaca, cómo no, Verónica Forqué, interpretando ese ser mitológico que es la Mujer de las Lágrimas (la Mujer de las Ratas en Ibsen), la muerte que arrastrará al niño al fondo del fiordo. Pero tanto Cristóbal Suárez como Julia de Castro nos dan momentos de alta tensión emocional. «El rinoceronte blanco» apunta, finalmente, a una búsqueda de la purificación después de hacerla víctima en aquello que la simboliza: el hijo. Una obra llena de fuerza y de imágenes tan bellas como perturbadoras.

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