Crítica del estreno en el Maestranza

West Side Story: reverencia por lo grande y lo pequeño

Lleno total en el espectáculo de la versión española del msuical que debutó en Broadway en 1957

Una de las escenas del musical

Alfonso Crespo

La principal bondad —y no pequeña— de esta versión española íntegra del revolucionario musical que debutara en el Winter Garden Theatre de Broadway allá por 1957 es la de invitar a algo más que a la nostalgia. Los de la vieja guardia —imantados y mecidos por la famosa versión hollywoodiense— saldrán del teatro tarareando en su cabeza los clásicos temas inmortalizados en inglés, pero sin la sensación de haber sido traicionados en lo más íntimo; y los jóvenes, expuestos a un cancionero musical adaptado con esmero, con una primera copia sensible y manejable con la que ir ascendiendo hasta el cielo primigenio de Laurents, Bernstein, Sondheim y Robbins.

Y esto es así porque el «West Side Story» de Federico Barrios , que habría podido subrayar o amplificar todos los sustratos temáticos que aquí se arremolinan —inmigración, odio, nacionalismo, machismo— bajo la luz del aciago presente, opta en cambio por un respeto al original que alcanza a transmitir su verdadera contemporaneidad (es decir, la clave de que aún nos siga diciendo algo).

Esta fidelidad no sólo proporciona los grandes momentos musicales y coreográficos que encierra la histórica obra, sus temas («María», «América», «Tonight», «Somewhere»…) ciertamente intemporales; también permite algo que suele pasar desapercibido, y que, en el fondo, engrasa todo el edificio dramático extraído sin ambages de Shakespeare: disfrutar de esos momentos —abundantes en la obra desde la sobresaliente obertura— en los que el teatro se tiñe, se musicaliza tímidamente, en los que el gesto expresivo deja entrever la danza, o la palabra —la réplica rápida, incluso el insulto en los rifirrafes pandilleros— parece adquirir la cadencia precisa que anuncia la canción.

A veces se trata, efectivamente, del preludio de un tema musical, otras de un ensayo pronto interrumpido; en ambas sensaciones, transmitidas en este caso a la perfección por el excelente casting de la función, Jerome Robbins plantó la semilla de la otra modernidad del musical: todo el mundo, todos los cuerpos, todas las situaciones son dignos de ser atravesados por el ritmo. Pues junto a las grandes coreografías, al exceso profesionalmente coordinado, habita nuestra música personal y profana, intransferible, irrepetible.

Este corazón, que se dilata y contrae, otorga entonces a esta versión tanto la espectacularidad escenográfica —constantes, medidos y vertiginosos cambios de decorado; trampantojos, juegos entre dimensiones y alturas— y los alardes vocales (Talía del Val, aquí una pizpireta María en un registro quizás demasiado operístico), como, especialmente en su segunda parte, su contrapeso claustrofóbico, una inminencia de desastre que desemboca en un despojamiento donde queda subrayada la vasta dimensión del escenario antes coloreado: oscuridad en la que los personajes, tras sacudirse la música de encima al no haber podido bailar otra cosa fuera de su violencia, regresan a su condición de actores de tragedia.

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