Crítica de ópera

La realidad del cuento

En «La Cenerentola» la inquietud de lo perdido y el deseo de alcanzar un futuro adecuado adquieren importancia

Estreno de «La Cenerentola» Efe

Alberto González Lapuente

La casualidad ha hecho que «La traviata» se haya convertido en un título de referencia en época de pandemia. El Teatro Real madrileño, luego Sevilla, Las Palmas, Jerez, Barcelona… tenían programada la obra antes de que llegaran algunas cancelaciones tal y como ha sucedido en el Liceo, obligado a suspender tras el estreno por falta de viabilidad ante la escasez de aforo. Al margen de los problemas de gestión, la ópera de Verdi ha actuado como metáfora de la actualidad, o al menos así lo ha puesto de manifiesto algún comentario. En una dimensión más simbolista lo hizo también « Fin de Partie» en el Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia, un teatro que en este comienzo de temporada asoma con fuerza gracias a la solidez y originalidad de sus propuestas. Tras la ópera de Kurtág se presenta ahora «La Cenerentola» rossiniana en coproducción con Amsterdam y Ginebra. En ella, la inquietud de lo perdido, el deseo de alcanzar un futuro adecuado también tienen su importancia.

El cuento de Perrault es el trasfondo de la "Cenicienta" que Rossini puso en música después de pedir a su libretista, Jacopo Ferretti, que olvidara los efectos sobrenaturales para ocuparse de las personas, sus sentimientos y deseos. El detalle es fundamental porque sobre él se construye la propuesta escénica de Laurent Pelly, cuya buena mano para los asuntos cómicos consigue, una vez más, conciliarse con el talento teatral dando forma a una producción de extraordinaria solidez y ensamblado. La sensación es relajante y muy a favor de quienes se intranquilizan en cuanto creen ver la mano perturbadora de un director de escena con ideas propias. A todos ellos, Pelly les sonríe, les mima… y, sin dar opción, les agita en su butacas. Lo hace con picardía porque el espectáculo evoluciona perfectamente engrasado y muy a favor de la obra el laberinto de carras que entran y salen lateralmente hasta construir la escalonada mansión sesentera de Don Magnífico, el cruel padrastro de Cenerentola. Es un juego de prestidigitación formidable que formaliza el espacio y lo presenta en continua variación.

La luz y el vestuario, hacia un ocre matizado, actúan a favor de la escena y son un detalle fundamental una vez que el mundo ajado, decadente y fatigante de Cenerentola abre su puerta al rosaceo merengoso del palacio del príncipe en el que todo es exuberante. Prodigiosas lámparas, espejos, apliques descienden silueteadas en cartón fabricando un escenario de recortable. Del cielo también baja una carroza grandiosa a la que se sube Cenerentola sin saber todavía todo lo bueno que le depara el destino. Es un momento de ilusión en el final del primer acto, elegante y en la frontera de lo kitsch, que tienta a los ojos como lo hace el merengue de la tarta al dedo. Un cuento lo permite casi todo, incluyendo lo exagerado, que Pelly maneja con perversa intención al lograr fusionar la inmensa alegría de Cenerentola tras ser elegida por el príncipe con la tristeza al comprobar que todo es un sueño. Al comenzar la obra, Angelina, la protagonista, aparece en un espacio huero con fregona en mano y alumbrada por un foco cenital que acentúa la mueca de limpiadora. La vuelta a la misma escena en el final de la obra explica que la Cenerentola nunca existió. Pelly ha encontrado una solución sencilla para un mensaje de descorazonadora amargura.

En Valencia, «La Cenerentola» centra la mirada en este escenario cuya esplendidez debe mucho a una carpintería que se sustancia en la totalidad pero que se construye desde el gesto. Y lo pequeño tiene difícil encaje en un teatro en el que el escenario está tan lejos del espectador que a veces se pierde definición en las voces. Lo sufre, incluso, Anna Goryachova , a pesar de su contundencia y de que apabulle en su presentación valenciana por la calidad de un timbre grave y espeso, que otorga a la protagonista un dramatismo muy particular, por la garantía técnica y la personalidad. Abordó con prudencia el rondó final "Nacqui all’afanno", fue creciendo en intensidad y remató el fragmento con una autoridad prodigiosa, emocionante. Debería haber saludado en solitario y en primer lugar ante la subida de telón. El teatro habría hervido, pero no hubo oportunidad porque la rigurosa coreografía con la que generalmente se abordan los saludos finales no entiende de excepcionalidades ni da pie a magnificar las individualidades: importa el grupo, la totalidad. Este detalle perjudicó a Goryachova y a Carlos Chausson , quien sigue demostrando que no tiene rival ante lo bufo y que su Don Magnifico, en el límite de lo esperpéntico, tiene fuerza hasta arrastrar al resto del reparto. El «duetto» con Carles Pachón, «Un segreto d’importanz», sirvió a este último para levantar una actuación hasta ese momento comedida pero que encierra la posibilidad de convertir a Dandini en un verdadero usurpador.

Lealtad a la letra

Larisa Stefan y Evgeniya Khomutova, pertenecientes al Centre de Perfeccionament del Palau de les Arts , mantienen la personalidad pizpireta de las hemanastras de Angelina y algo menos el aire de envidiosas. Riccardo Fassi resuelve con solvencia al mago Aliodoro aunque sea evidente su falta de exactitud rítmica incluso cuando se ve obligado a seguir la escena con la varita mágica convertida en batuta. En realidad, son matices a un reparto bien armado y que se remata con la presencia del tenor Lawrence Brownlee quien aborda a Don Ramiro con seguridad, exactitud en la ejecución e impecable lealtad a la letra. El aria «Si, ritrovarla, io giuro» en su marmórea ejecución sintetiza, además, el carácter general de una versión musical prudente y comedida. En este sentido, la labor del maestro Carlo Rizzi es definitiva. Con él, "La Cenerentola" se convierte en una arquitectura sólida: acompaña con comodidad, templa el foso, diferencia planos y construye una versión que suena con sentido camerístico atemperando la sensación de vértigo que está implícita en una escritura vocal que alcanza lo temerario. Rizzi da relevancia a la Orquestra de la Comunitat Valenciana y resitúa al Cor de la Generalitat Valenciana en una posición impecable, muy en consonancia con su función de comparsa: el concertante que cierra el primer acto y rondó final son ejemplos claros. Con ello se alcanza un equilibrio complejo en el que se reúnen la juiciosa versión musical de Carlo Rizzi, la participación de un sólido reparto con Anna Goryachova a la cabeza, y la impecable, sorprendente y alquimista producción de Laurent Pelly. Una mezcla obvia e inverosímil.

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