Crítica de «La condenación de Fausto»: un sueño real

La brillante producción cierra la temporada en el Palau de les Arts de Valencia

Un momento de la representación Miguel Lorenzo y Mikel Ponce

Alberto González Lapuente

«La condenación de Fausto» se sustancia en una inquietante indeterminación formal que le ha permitido transitar por el concierto, la danza y la escena con igual fortuna. En cada caso asumiendo la ligereza dramática con origen en el «Faust» de Goethe y el propósito legendario de unos cuadros descriptivos. El complejo equilibrio se negocia ahora con extraordinaria fortuna en el Palau de les Arts a partir de una escenificación brillante y emocionalmente turbadora firmada por Damiano Michieletto, con sensata realización musical de Roberto Abbado y el compromiso de un seguro reparto.

Es fácil evocar las palabras de Berlioz al definir su obra como imaginaria y realista, mientras se observa la originalidad del espacio escénico. En el límite del fondo un plano que a ras de suelo centra una pantalla con accesos laterales a un más allá que el video hará accesible y sobre cuyo límite superior se inserta una grada celestial y profunda, que sienta al coro, hiératico, griego, sentencioso . Es obvia la referencia al espacio eclesiástico bajo el que Faust vivirá su alucinación terrenal, como es sorprendente la manera en la que el popero Michieletto propone su exégesis sobre un mensaje sin resquicio.

Los pantomimos ante la danza de los campesinos, la rata discotequera en el «engaño», la cama de la UCI en el «presagio», los niños en la barra de equilibrios en la «ternura»... aparentan ser una gran caricatura del tema, pero el «jardín del placer», con regusto a Cranach, recoloca gestos e iconos con calado y dirección . Sería injusto desvelar al espectador el sentido final de esta propuesta que acaba en un baño de correosa negrura empapando todo el escenario. Ahí, Abbado, justo de fantasía, se crece llevando la orquesta a sus más altas cotas de trepidación. Silvia Tro Santafé triunfa en casa con momentos de vibrante trato; Celso Albelo se distancia en el canto apolíneo; Rubén Amoretti en la oquedad de una voz quejumbrosa; Jorge Eleazar Álvarez, miembro del perseverante Centro Plácido, reinventa a Brander; los coros rotundos. A punto de concluir la temporada y ante el próximo resultado del concurso para la gestión artística del Palau, el ilusionismo de Berlioz es certidumbre .

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