NOVELA HISTÓRICA

Maeso resucita a Teodora, la emperatriz feminista del siglo VI

En su última novela, el autor narra la apasionante biografía de este icono del Imperio Bizantino

Jesús Maeso con su novela 'Teodora, la crisálida de Bizancio' Antonio Vázquez

Andrés G. Latorre

Dos cosas son seguras cuando se entrevista a Jesús Maeso de la Torre (Úbeda, 1949) en una cafetería de Cádiz. Que la conversación se irá ramificando en un camino de ida y vuelta imprevisible que puede empezar en el precio del café y terminar por el último exabrupto de López Obrador y que ésta se verá interrumpida de forma constante por la cantidad de vecinos («adiós, Jesús, te escuché el otro día en televisión», «hombre, ayer me terminé el de ‘ Comanche ’») que se acercan a saludarle. Con la misma destreza que describe en su última novela ‘Teodora, la crisálida de Bizancio’ (HarperCollins Ibérica) los interiores del hipódromo constantinopolitano, va devolviendo saludos, dando recuerdos y haciendo bromas.

Usted ha escrito, y mucho, sobre Roma, ¿por qué ahora Bizancio?

Realmente, es casi una continuación obligada. Bizancio es el heredero natural de Roma y matuvo su llama mil años más. Hablar de Roma es hacerlo de Bizancio y al revés.

Y dentro de este Imperio se ha decantado por una figura no muy conocida, por Teodora.

Es un personaje absolutamente fascinante, quizá no conocida por el gran público, pero que los grandes autores, ya desde la antigüedad, han reivindicado y denostado a partes iguales. Una mujer que fue una feminista y una figura fundamental, tras la que hay un antes y un después en el Imperio.

¿Feminismo? ¡Si estamos hablando del siglo VI!

Teodora impulsa ideas que luego veremos desarrolladas, en el siglo XX en Simone de Beauvoir o en Coco Chanel. En el aspecto literario, podemos decir que sería una Madame Bovary pero de carne y hueso. Ella dignificó la figura de la mujer a lugares que eran impensables, la equiparó legalmente al hombre, hizo posible que pudiera heredar, ilegalizó que se las vendiera cuando no se podía pagar una deuda... Creó una institución encargada de dar cobijo a las prostitutas, de recogerlas de la calle y de procurar dignificarlas.

«Teodora fue una adelantada de lo que entendemos por feminismo»

¿Pudo llevar a cabo todas estas medidas al estar casada con el gran basileo que fue Justiniano?

La pregunta la formularía yo al revés, ¿podría Justiniano haber llegado a ser lo que fue sin Teodora? Justiniano (al decir esto baja el tono, como quien cuenta un cotilleo de un vecino de escalera) era un completo pusilánime, que estaba sólo preocupado por las discusiones teológicas de la época. Teodora fue la que no dudó en combatir a los enemigos, la que trazó planes estratégicos, la que pensó en expandir las fronteras.

Relata en la novela que, sin embargo, cuando muere, la población de Constantinopla dice «era una de las nuestras»

Así lo sentían. Teodora tiene unos orígenes muy humildes. Su padre era domador de osos en el hipódromo y su madre era prostituta. Ella misma lo fue de niña y de las que estaban en peores circunstancias. Con su belleza y su talento, fue ascendiendo socialmente. Fue bailarina erótica, mujer de un procónsul, monja, hilandera y, finalmente, se casa con el sobrino de Justino, que acabará siendo el célebre Justiniano. Pero nunca olvidó esos orígenes.

De nuevo en su novela aparece Cádiz,

Más que Cádiz, un gaditano, Flavio Nasica, que es quien narra la historia de Teodora. Es un personaje de ficción pero inspirado en uno real. En la iglesia de San Vital, en Ravena, hay un mosaico en el que aparece Teodora y, detrás, un eunuco que descorre la cortina. Ése sería nuestro paisano Nasica.

¿Qué semejanzas encontrará el lector de ‘Teodora, la crisálida de Bizancio’ con ‘Oleum’, su anterior novela?

Un Mediterráneo muy conectado donde convivían sirios, berberiscos, bizantinos, bárbaros y un entorno absolutamente despiadado con el individuo, en donde la vida humana no valía nada y en donde la esclavitud era parte esencial de la sociedad.

«Como novelista, yo no opino de mis personajes, no los juzgo. Solo les doy voz, que juzgue el lector»

A menudo se dice que somos hijos de Roma, pero ¿lo somos también de Bizancio?

En Occidente, repito, nos hemos olvidado del Imperio Romano de Oriente. Incluso en Cádiz, que fue parte del Imperio en tiempos, precisamente, de Justiniano. Una de las semejanzas que tenemos con ellos es que los bizantinos estaban profundamente divididos entre azules y verdes, que eran dos equipos de las carreras del hipódromo, su gran pasión. Era algo así como nuestra división entre el Madrid y el Barça. Pero a su vez, esa división llegaba a lo religiosos y político. Unos eran aristócratas y ortodoxos y otros populares y monofisitas... algo así como nuestro PSOE y PP en la actualidad.

Decía hace poco en estas páginas Antonio Pérez Henares que una de las claves del éxito actual de la novela histórica es que los lectores se han cansado de que se manipule la historia desde todos los ámbitos.

Puede ser. Ahora hay cierta polémica con historiadores como José Luis Corral que dicen que la historia no deben contarla los novelistas sino los historiadores. Y bueno, yo soy historiador, pero donde me muevo más cómodo es en el terreno de la ficción. Eso sí, si te digo que el Papa Luna estuvo en determinado lugar es porque lo he investigado, y si describo la ropa de un personaje es porque me he preocupado de ver, en crónicas y museos, cómo iban vestidos. Eso sí, como novelista, yo no opino de mis personajes, no los juzgo. Solo les doy voz, que los juzgue cada lector.

Pasamos hace dos semanas el 12 de octubre y de nuevo volvieron a escucharse las reinterpretaciones de la historia de España.

La leyenda negra nunca caduca para España. Aquí se pone a Hernán Cortés como un vándalo cuando el general Sherman lo calificó como «el mejor estratega de la historia». Humboldt y Darwin alababan la riqueza de las ciudades coloniales españolas desde México a Tierra de Fuego. ¡Claro que hubo atrocidades. ¿Cómo piensan estos revisionistas que se hacen las conquistas en todo el mundo, hasta hoy mismo? Siempre olvidan contar el legado de un idioma común que no fue impuesto, que ellos aprendieron como elemento que les permitía prosperar. Por no hablar del mestizaje, claro, algo que nunca aplicaron ni ingleses, ni holandeses.

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