Santiago Lorenzo: «El confinamiento va a quedar como una mili colectiva»

El autor de «Los asquerosos» vive desde hace ocho años aislado en un pueblo segoviano con menos de 20 habitantes, un lugar donde las cosas apenas han cambiado con el confinamiento y en el que pergeñó esa novela que anticipó la fragilidad de nuestro mundo

Sanitago Lorenzo, autor de «Los asquerosos»
Bruno Pardo Porto

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Dice Santiago Lorenzo (Portugalete, 1964) que a él la pandemia le ha pillado con el confinamiento puesto, la despensa llena y el cuerpo acostumbrado a la soledad. Mira por la ventana y la montaña sigue ahí, sin moverse, como los árboles, y el sol sale a su hora: todo en su sitio. Su rutina no ha cambiado mucho con el estado de alarma. Él pasa el rato con sus libros, con sus deuvedés, con sus ajos, con sus lechugas. Llama a sus seres queridos, como siempre, y ellos le cuentan. A las ocho de la tarde, el silencio. Nadie puede escuchar sus aplausos, más allá de las cigüeñas.

Los días se repiten así desde hace ocho primaveras, cuando este escritor venido del cine dejó atrás Madrid y se marchó a vivir a un pueblo segoviano con menos de veinte habitantes cuyo nombre es un secreto no muy bien guardado, pero un secreto al fin y al cabo. «La idea era vivir aquí y dedicarme todo el tiempo a estar pensando en mis cosas», explica ahora, al otro lado del teléfono, que es fijo, en su caso. Desde esa quietud pergeñó hace un tiempo « Los asquerosos » (Blackie Books), una de las grandes sorpresas editoriales del año pasado, que ha acumulado ya más de cien mil ejemplares vendidos.

En esa novela, un pobre hombre ve que, de repente, todo su sistema de vida se derrumba y, tropezando entre los escombros, intenta inventarse otro. ¿Les suena? Él huye a la España vacía sin un plan previo, nosotros cerramos la puerta con la misma incertidumbre. «Siento parecer el capitán a posteriori de “South Park”, pero es que estaba muy claro que iba a pasar algo. Nunca ha pasado que no pase nada», asevera su autor con insólita seriedad en una conversación llena de risas, dudas y superlativos pintorescos.

—Creo que ahora por fin cobra sentido esta pregunta protocolaria: ¿qué tal está?

—Bien, bien, es que a mí me ha cambiado poco la vida. Hombre, echo de menos a gente, a ciertas personas, pero por lo demás es una vida bastante similar a la que llevaba antes.

—¿No ha cambiado nada su rutina?

—No, no mucho… Yo no sé conducir, nunca he sabido, y hay algunos momentos de preocupación por el abastecimiento puro y duro [ríe]. Estoy mirando al cielo a ver si me tiran por paracaídas algo. Está más costoso lo de conseguir víveres, pero también tiene su gracia, qué demonios.

—¿Y cómo se las arregla?

—Los panaderos que vienen habitualmente están admitiendo encargos, o algún vecino. A un kilómetro hay un estanco abierto. Por fortuna, me pilló el estado de alarma con la despensa bastante llena, por uno de esos golpes de suerte que habrá que agradecer a alguna divinidad.

—Hace ya ocho años se fue de Madrid, lejos de su ruido y sus muchedumbres. ¿Qué le sugieren ahora las imágenes de sus calles vacías?

—¿Sabe qué pasa? Por mucho que las vea en las fotos yo no me puedo imaginar Madrid vacío. Una foto restituye bastante pobremente la realidad, bastante pobremente. Cuando veo fotos de Madrid vacío me da la impresión de que o lo ha pintado Antonio López o han borrado las personas a ordenador. No me cabe en la cabeza Madrid vacío, y mucho menos el centro de Madrid. Yo vivía ahí… Se me hace muy raro.

—Es, quizás, la imagen que mejor representa todo esto: una realidad extraña, ajena a todas nuestras certezas.

—Nunca me acuerdo de cómo se llama, pero hay un fotógrafo francés que en los años veinte se dedica a fotografiar Montmartre vacío, y pasa por ser un fotógrafo surrealista, porque en efecto es muy raro ver calles urbanas vacías: es una especie de contradicción que te conecta con todo eso que significa el surrealismo. No sé, no me lo puedo imaginar. Y mucho menos me puedo imaginar no las sensaciones ópticas, sino las olfativas y auditivas. Si no me puedo imaginar Madrid vacío al aspecto visual, mucho menos al aspecto sonoro. No puedo imaginarme oír pajaritos en Callao.

«Es muy raro ver calles urbanas vacías: es una especie de contradicción que te conecta con todo eso que significa el surrealismo»

—¿Cómo lleva la soledad estos días?

—La verdad es que yo veo a muy poca gente estando aquí. Pero vamos, es muy distinto no ver a nadie porque no y no ver a nadie por una situación germinal. De germen, no porque vaya a germinar nada de esto. Es como cuando te quedas toda la noche sin dormir porque te apetece y cuando te quedas toda la noche sin dormir porque tienes que trabajar: no se parece en nada, pareciendo lo mismo.

—Y esta experiencia del aislamiento, ¿puede aportar algo? ¿Ha sido así en su caso?

—No sabría decir. Yo me metí a vivir aquí solo por una especie de impulso. Era un fin, no un medio. Lo que he aprendido es a plantar ajos, por ejemplo. Eso sí. Pero a efectos menos prosaicos… Como no tenía ninguna intención de aprender, que es la única forma de aprender, pues no sé decir qué habré aprendido. Ahora, a plantar ajos y a plantar lechugas desde semilla, eso sí he aprendido, y si el cambio climático no me lo estropea se me da bastante bien.

—Parece que el virus ha venido a revelarnos la fragilidad no solo de nosotros, los humanos, sino también de nuestro mundo, de nuestro sistema de vida. Era algo evidente, quizás, pero ahora es palpable. ¿Qué piensa usted de esta revelación?

—Es que yo escribí una novela de esto, porque estaba muy claro que algo iba a pasar. Siento parecer el capitán a posteriori de «South Park», pero es que estaba muy claro. Creo que la suerte es que solo sea esto, que es un absoluto desastre, porque la siguiente va a ser mucho peor. La siguiente… Ahora parece lejanísimo, pero no hace tanto se hablaba de que solo teníamos diez años para que fuera irreversible el cambio climático. Pues eso parece que se ha olvidado. Va a ser mucho peor, mucho peor. Yo vivo delante de una montañaza , y a veces pienso que va a aparecer un hongo nuclear detrás. Porque no sé… Es preocupante. Si no pegamos un giro de timón todos y cada uno de nosotros. Me da muchísima vergüenza parecer un capitán a posteriori, pero en la primera edición de «Los Asquerosos» pone claramente octubre de 2018. Soy un capitán a priori [ríe otra vez].

—¿Pero por qué se veía venir?

—Decir esto es una mierda, pero nunca ha pasado que no pase nada. Nos parece como que si tú estabas en Aquisgrán en el siglo XVII te caía encima la Guerra de los Treinta Años, nos parece como que si tú estabas en el Marne en 1914 te caía la batalla del Marne, nos parece como que si estabas en el siglo XIV en Europa te caía la peste negra... Y sin embargo vivíamos convencidos de que a nosotros no nos iba a pasar nada, que ya nos había pasado con la Segunda Guerra Mundial todo lo que nos tenía que pasar. Y no, la verdad es que es triste, pero hay una conducta autodestructiva en el ser humano. Hombre, esto lo está causando un bicho, pero sea por la naturaleza o sea por el ser humano… Si fuéramos una novela diríamos que el planeta se ocupa de que no perdamos interés, y que meterá los deus ex machina que hagan falta para recordarnos todo el tiempo que las cosas no pueden ser nunca fáciles.

«El planeta nos recuerda todo el tiempo que las cosas no pueden ser nunca fáciles»

—«Me parece recomendable ensayar la austeridad, aunque solo sea por lo novedoso», decía en una entrevista con ABC Cultural hace unos meses.

—Ahora lo novedoso sería salir a la calle a gastar miles de euros en tonterías. Pero vamos, sigo recomendándola. Y si alguien siguió aquel consejo pues le ha pillado más entrenado el devenir de los acontecimientos.

—Es que ahora nos vemos obligados a ser ascetas, y estamos más bien perdidos.

—Sí, menos el que siguió mi consejo y ya iba guiado.

—¿Sacaremos alguna lección de esto?

—Pasará lo de siempre. Hay gente que aprende en todos los sitios y gente que no aprende en ninguno. La gente que aprende en todos los sitios, con corona o sin corona, seguirá aprendiendo, y los que no aprenden en ninguno ya le puedes echar tifus, corona, Covid-20 o Covid-21 que no van a aprender nada. El género humano, en global, aprende todo el tiempo, pero en particular hay quien sí y quien no.

—Últimamente se escucha mucho eso de que este es un tiempo para descubrirnos…

—A mí no me ha pasado, pero insisto en que mi vida ha cambiado poco. Yo me tiré veintisiete años viviendo en Madrid, y lo habría notado mogollón si me hubiera pillado allí. Era flipante estar en Madrid y tirarse a la calle. Pero cuando yo vine aquí la idea era vivir en esta casa y dedicarme todo el tiempo a estar pensando en mis cosas. Es como si ya me hubieran pillado con el confinamiento puesto.

—¿Pero usted nunca lo pasa mal?

—Lo que me duele muchísimo es el trauma que le está suponiendo esto a tantos conocidos míos y a tantos desconocidos míos. Eso me duele muchísimo. Por eso ruego paciencia, y que pensemos en cómo el bicho se tiene que estar mosqueando con nosotros, porque da mucha alegría. Cada vez que estás en casa el bicho está pensando «¡¿Pero dónde estáis, no erais el país de la alegría?!». Y hay que pensar también que están muriendo virus. Y no mueren de uno en uno, sino a millones. Eso es una gozada.

—¿Qué le parece el uso de la retórica belicista para hablar del virus? ¿Estamos en una guerra?

—Yo soy muy aficionado a la historia militar, entonces a mí no me choca, y sé que el género bélico es uno de los que cosechan más éxito entre los espectadores de cine. En fin, es muy gráfico, no es nuevo. Bueno, lo que es agradable es que el enemigo no sea humano. Es peor cuando se refiere a los semejante, pero cuando se trata de un bichito cabrón, pues bueno. Y tampoco me molesta ver militares en las ruedas de prensa, por ejemplo. Hay gente que relaciona la dialéctica de la batalla con el hecho de que haya uniformes en las ruedas de prensa. Julio Anguita era hijo de militar y siempre recurría a esos términos, porque se le había quedado [risas]. Si a mí me hacen algún día ministro de sanidad, que no creo, supongo que echaré mano de los mismos símiles.

—El hecho de que el enemigo sea invisible inquieta más que tranquiliza, ¿no?

—Ya lo creo. Lo de que no tenga cara, el que no tenga una corporeidad, aunque se supone que la tiene, el que solo tenga una nanocorporeidad , es de buen guionista. Es como en las películas de terror, que no se le ve al bicho. Es de buen guionista que no se le pueda ir con un bate de béisbol a…

—Sí, parece casi una ficción de un guionista cruel.

—Es que es muy impresionante. Me acuerdo cuando el sida, que pasaba algo parecido, pero es que este cabroncete tiene muchas más divisiones acorazadas. Yo suelo pensar que esta es la típica cosa que sueñas. Estás un día en 2006 te despiertas y dices: «Qué risa, he soñado que…» Y describes esto.

«Mi vida ha cambiado muy poco. Es como si ya me hubieran pillado con el confinamiento puesto»

—¿Está escribiendo?

—No crea. O sea, estoy empezando una cosa, y cuando empiezas una cosa es apuntar bobadas en papeles sueltos que la mayor parte se van a ir a la chimenea.

—¿Y qué hay de la lectura? ¿Le funciona como refugio?

—Sí, claro. Pero vamos, cuando no había alarma era parecido: coger por internet mogollón de libros que hay libres de derechos y pues eso. «La historia de los heterodoxos españoles», de Menéndez Pelayo, me bajé el otro día. Es insoportable [dice entre carcajadas], pero salen muchos nombrecitos y usa un castellano muy floreado que me hace mucha gracia.

—¿Qué más tiene entre manos?

—Tengo un fondo muy grande de libros para mirar. Libros de trenes, de batallas, de uniformes, de historia, de mapitas , de arquitectura… Esos libros nunca se gastan. Tú lees un libro y a no ser que te deje tonto más o menos lo almacenas y no lo vuelves a mirar. Pero estos libricos no se gastan nunca. Los vuelves a mirar y cada vez te molan más. Siempre hay nuevos capítulos en tu imaginación promovidos por la vez diecinueve que estás viendo la misma foto.

—Ocurre lo mismo con las ventanas ahora.

—La ventana, buah, en ciudades es fantástica, es un grandísimo juguete. Cuando tenía catorce años cayó en mis manos un disco que me volvía tonto, y me acuerdo que desde que llegaba yo a casa hasta que llegaban mis padres duraba ese disco. Lo escuchaba mirando por la ventana, en Portugalete, viendo cómo tendemos a creernos que nadie nos ve cuando vamos por la calle. Y nos ve todo el mundo.

—Por cierto, ¿llega ahí el aplauso de las ocho?

—No, sería un poco ridículo. Es que aquí no hay nadie… Desde mi ventana se ve solo la montaña. Pero lo voy a hacer, hombre, aunque sea para que las cigüeñas, que este año hay muchas (igual tiene que ver con el covid) lo oigan y que lo crocotoren.

—¿Qué piensa de esos gestos colectivos?

—En España, que se supone que tenemos que ser dejados y como anárquicos, la gente ha demostrado un saber estar encomiable. A mí cada vez me fastidia más esa idea de que es gracioso considerar que el español es un tío que lo que le mola es la sangría y andar por ahí con la tripa al aire. Tradicionalmente lo hemos pasado mal en España, yo creo que hay una empatía genérica que se nos ha quedado en la cabeza, y podemos empatizar con el sufrimiento ajeno, por experiencia previa.

—¿En qué quedará la libertad después de todo esto?

—No tengo ni idea. Yo me siento muy libre desde hace mucho, pero eso no vale para nada más que para mí mismo. No puedo hablar en colectivo, pero si la libertad se pareciera algo a lo que había el nueve de marzo la verdad es que sería un gran logro.

—Sí, cuando pensábamos que no iba a pasar nada...

—Hombre, yo me iba a ir a Italia el día doce de marzo, y a finales de febrero parecía que el viaje no era buena idea. Yo no sé qué hice el 20 de febrero, lo tendría que mirar en mi diario...

—Ya queda muy lejano ese día. Parece que todo pasó hace una eternidad, especialmente cuando nos ponemos a recordar.

—Yo nunca hice la mili, pero me parece que esto va a quedar como una mili colectiva. La mili, al parecer, era un absoluto aburrimiento. Pero contra el aburrimiento tú tienes que echar presencia de ánimo. Por eso la gente que hacía la mili solía recordarla bien, porque le dio la ocasión para expresar presencia de ánimo, para hacer de tripas corazón. Yo creo que la nostalgia consiste en echar de menos no los momentos más felices, sino esos en los que fuimos héroes. Ser héroe no significa conquistar Valencia, como el Cid, ser héroe consiste en hacer de tripas corazón y hacer esfuerzos extra. Yo creo que recordaremos con cariño este tiempo, al menos los que salgan indemnes. Habrá mucha gente que lo recordará con un grandísimo dolor, porque han perdido a gente. Pero no siendo ese el caso yo creo que hablaremos de estas semanas como la gente cuenta historias de la mili. «Me acuerdo yo en la cantina un día con el sargento»… Con cierto afecto.

«En España, que se supone que tenemos que ser dejados y como anárquicos, la gente ha demostrado un saber estar encomiable»

—También ocurre ahora que todos los días se parecen, sean laborables o no.

—Cuando yo tenía dieciséis años mi familia se fue a vivir a Valladolid. Y yo llegué allí un siete de julio, y no conocía absolutamente a nadie. Tenía unas ganas tremendas de que llegara el quince de octubre para que llegaran las clases y empezar a conocer a alguien. Faltaban tres meses y una semana, que a los dieciséis años parecen una eternidad… Desde entonces no he conseguido diferenciar laborables de festivos. Y todos mis esfuerzos han ido dirigidos a que no hubiera diferenciación entre ellos. Yo… Quitando dos meses que trabajé en una tienda 24 horas nunca he trabajado en nada más con un horario. Para mí no significa nada miércoles con respecto a domingo. Y menos desde que estoy aquí. Donde yo vivo todo el mundo trabaja los domingo porque las vacas comen todos los días. Y todos los días queremos pan.

—¿Cree que esta crisis llevará a más gente a la España vacía?

—No sé qué pasará… Yo tengo la impresión de que la España vacía se va a repoblar por el propio péndulo de la historia. La verdad es que aquí se está fenomenal. Aquí no ha habido cambios. Están los mismos árboles al mirar por la ventana. Era una gozada vivir en Madrid, pero está siendo todavía más gozada vivir aquí ahora.

—¿Le da miedo la crisis, la incertidumbre?

—Yo me creo lo de la uve, quizás porque uno es optimista de natural. Hay ahora bolsas ingentes de dinero que no se pueden gastar y la bolsa va a explotar como una piñata. Más que una uve pienso en una raíz cuadrada, con el palo de la derecha más bajito. Tengo unas ganas horrorosas de ir a una librería y asaltarla. Además las tengo ya pensadas, porque me consta que los amigos libreros, como tantos gremios, las están pasando putas. Espero que sea una uve, y lo creo. Porque… Hombre, hay ramos comerciales que lo van a pasar peor.

—¿Qué hará en cuanto todo vuelva a estar permitido?

—Me temo que voy a seguir llevando la vida que llevaba antes y la que llevo ahora.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación