Fernando Castro Flórez: «No puedo sentarme en la taza del váter sin tener algo que leer entre las manos»

El intelectual y crítico de arte de ABC iba para cura, pero se convirtió en otra cosa. Lo cuenta en 'A pie de página' (La Caja Books), que es una pequeña memoria de lector y, a la vez, una brevísima biografía

'Mens sana in corpore sano' Guillermo Navarro
Bruno Pardo Porto

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Fernando Castro Flórez (Plasencia, 1964) se pasa la vida leyendo. En la ceremonia de su boda, por ejemplo, se vino arriba y declamó las primeras proposiciones del 'Tractatus logico-philosophicus', de Wittgenstein : esto define al hombre, igual que sus maletas, en las que lleva más libros que calzoncillos. Además de leer, Castro Flórez da clases de Estética en la Autónoma de Madrid, ejerce de crítico de arte en estas páginas, comisaría exposiciones, escribe mucho y da la chapa dentro y fuera de su canal de Youtube. Acaba de publicar ' A pie de página ' (La Caja Books), que es una pequeña memoria de lector, una brevísima biografía: desde sus días de infancia copiando la Espasa Calpe hasta el descubrimiento de Borges , más o menos. Entre medias hay episodios delirantes (como el de una mujer a la que le da un síncope al leer a Hegel) y un poco de nostalgia. También referencias a Rilke , Octavio Paz y San Juan de la Cruz , por mencionar algunos. En fin, literatura.

—Al principio quería ser cura. ¿Qué pasó por el camino?

—Me volví, valga el tono chiquitistaní, un 'pecador de la pradera'. Tenía la idea más delirante sobre qué suponía ser cura. Imaginaba placeres perversos y rituales innombrables. Cuando tuve que servir como monaguillo en la isla de La Gomera comprendí que esa vocación no tenía nada que ver con mis calenturas. Afortunadamente, un cura maravilloso me entregó dos libros que me llevaron por el camino de la perdición filosófica: 'El anticristo' de Nietzsche' y los 'Manuscritos de Economía y Filosofía' de Marx.

—'A pie de página' es, en parte, la confesión de un lector. ¿Por qué la lectura y no más bien la nada?

—La respuesta adecuada sería que para escapar del abismo de la angustia. Pero, en realidad, sería una sublimación existencialista. Si me dedico a leer es porque me divierte muchísimo, para mí los textos son, en el sentido de Barthes, a la vez placeres y goces. Me resulta imposible viajar sin una buena ración de libros y, como aberración total, confesaré que tampoco puedo sentarme en la taza del váter sin tener algo que leer entre las manos. Soy, en todos los sentidos, un lector empedernido.

—¿El paraíso tiene forma de biblioteca o de qué?

—Recordaré que «en el Paraíso también está la muerte». Una biblioteca tiene también algo infernal o de ser tan temible como un dragón. No mistifico el asunto. Cuando tienes esta manía de leer libros, terminas por tener tu casa convertida en un sitio inhabitable. Las estanterías van adueñándose de todas las habitaciones, los pasillos se estrechan, los libros comienzan a apilarse en cualquier sitio, amenazando con derrumbes. Es como si estuviera edificando la Torre de Babel. En fin, un desastre más que un paraíso.

—Cuenta en el libro que ha pensado instalar una librería en su cuarto de baño. ¿Qué libros se llevaría allí?

—En ese espacio de olores, fundamentalmente, desagradables (incluso cuando imponemos la ley del perfume) hay que llevar libros condensados e intensos, nada de tratados sistemáticos, historias imperiales o novelas familiares. Tampoco cumplen su función libritos de aforismos ni textos de autoayuda. Especialmente recomendables para ese momento de 'dar del cuerpo' (expresión rural y efectiva) son los cuentos de Kafka y los residuos de Beckett.

—¿Tiene algún placer culpable? Literario, digo.

—Tal vez la culpa de todo la tengan 'Mortadelo y Filemón' que fueron, con sus peripecias detectivescas y disfraces inverosímiles, quienes me incitaron a leer sin pausa.

—¿Y alguna deuda imperdonable, algún libro sin desempolvar?

—Tengo, desde adolescente, la mala conciencia, la vergüenza de no haber disfrutado nunca del Quijote. De cuando en cuando pienso que debería darle otra oportunidad. Luego recuerdo el aburrimiento de tantas intentonas precedentes y me refugio en los 'Sueños' de Quevedo, que son canela fina. Por otra parte, tengo tantos libros que casi todos estarán polvorientos.

—En su casa no había muchos libros. ¿De dónde le vino la fiebre literaria?

—Aunque parezca raro, en realidad, mi primer furor fue el de escribir, antes incluso de leer algo así como literatura. Me gustaba hacer redacciones y, sobre todo, escribir poesía. Gané premios con poemas penosos, versos o, mejor, ripios con tono de predicador de pueblo. Como todo jovencito atolondrado fui pasando sin entender nada por lecturas obligatorias hasta que se cruzó en el camino un tal Borges y, desde entonces, nada fue igual. Ese ciego me iluminó.

—¿Cuánto ha leído en toda su vida? ¿Tiene alguna estimación?

—Es imposible que dé otra cifra salvo una fantástica. Llevo años devorando libros de toda clase, principalmente ensayo y pocas novelas. Si no tengo contratiempos, leo un libro cada día. Una cuenta de la vieja: he debido leer más de 11.000 y menos de 20.000 libros.

—Además de leer, ¿en qué le gusta invertir el tiempo?

—No soy un inversor en cosas del tiempo, sobre todo porque también me gusta perderlo. Desde joven tiré al monte y, así, cuando puedo me calzo las botas para buscar la nieve. Detesto los coches y disfruto caminando .

—Le cito: «Necesitamos mantener viva la memoria de aquel cazador que soltó la presa para coger su sombra: mudo, vidente, desgarrado. Esto es lo que siempre he estado leyendo». ¿Qué forma tiene su presa?

—Tiene el aspecto característico de un gamusino. Aunque en ocasiones miro al sesgo y me da la impresión de que acaba de aparecer uno de esos animales de la zoología fantástica borgiana. Desarmado por razones éticas, fijo o puntualizo esas rarezas, fotografío sin cámara esas epifanías y luego trato, sin miedo ni esperanza, de fijar en palabras la belleza de lo visto. Mi destino, valga la evocación mitológica, es el de Acteón.

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