ARTE

A solas con «Las Meninas»

Los cuadros que habitan el Museo del Prado viven en estricto confinamiento desde el pasado 12 de marzo. El periodista y escritor Carlos del Amor ha recorrido sus salas vacías y nos lo cuenta

Detalle de la sala del Museo del Prado –en silencio, vacía– que expone «Las Meninas» EP

Carlos del Amor

El guardia de seguridad gira la llave de la cancela de la entrada de Jerónimos. La puerta chirría y ese sonido se puede escuchar en metros a la redonda , porque el silencio envuelve la atmósfera de una mañana limpia en Madrid. Encamino mis pasos al mostrador de seguridad donde tantas veces he dado fe de mi identidad , pero esta vez no hay que sacar el carné de prensa, ningún intercambio de objetos, simplemente constatar que estaba ahí. El Museo del Prado lleva cerrado desde el pasado 12 de marzo, en cuarentena . Los cuadros y los personajes que los habitan permanecen en estricto confinamiento. Salvo durante la Guerra Civil, nunca antes habían pasado tanto tiempo sin ojos que los miraran. Sólo algún vigilante pasea por unas salas en penumbra en las que se adivinan figuras y rostros.

Al llegar a la galería central, vuelve la luz natural que la inunda, pero el día ha salido caprichoso y las nubes no dejan de atravesar un cielo que provoca constantes cambios lumínicos. Siempre he dicho que el metro cuadrado con mayor magia de nuestro país está en esa galería: es la baldosa en la que la galería da acceso a la sala doce, la sala de Las Meninas . Hay un momento en el que vas caminando y, de repente, giras la cabeza y allí están, al fondo, esperándonos siempre. No hay encrucijada como esa en el mundo del arte: Tiziano , a la espalda; Velázquez , de frente; Goya , a la derecha; Rubens , cerca... Todo está en su sitio, como siempre, pero diferente como nunca.

Una enorme mancha

Siempre hago ese recorrido y siempre me detengo en ese trozo de suelo; pero esta es la primera vez que al hacer el giro de cabeza veo una enorme mancha en la que solo alcanzo a adivinar la claridad en la cara de la Infanta Margarita . He estado en numerosas ocasiones a solas en el Prado, pero ninguna así. Las Meninas siguen deslumbrando a oscuras y obligan a acercarnos lo máximo posible para descifrar al resto de personajes. Velázquez, a tientas, nos busc a y parece el primer extrañado de nuestra presencia.

De vuelta a la galería, sonrío al comprobar que en ninguno de los cuadros se guarda la distancia de seguridad ; Las tres Gracias de Rubens siguen bailando a lo suyo, ajenas a los dos metros de separación. La nube ha dado una tregua y por un momento parece un día normal, no un día de la nueva normalidad. Intercambio impresiones con un Carlos Chaguaceda , director de comunicación, que me ha dejado, como siempre, a mi aire para poder vivir la experiencia tranquilamente.

Inmensidad de la galería que acoge al cuadro velazqueño EP

Sigo recorriendo inquieto las obras y me pregunto cómo miraremos el arte o cómo será la experiencia de visitar un museo en ese mundo nuevo hacia el que vamos. Imágenes como las que nos dejó la exposición de El Bosco no se repetirán en mucho tiempo, no habrá aglomeración alrededor de El Jardín de las Delicias . El día después de esta visita charlé con el artista Jaume Plensa ; me dijo que habrá que reeducar la manera de admirar un cuadro, y abogaba por las caricias con la mirada como método de contacto que puede abrirse paso en lo que esté por llegar. Quizá el nuevo sentido del tacto se ejerza con la mirada, no solo en el mundo del arte, en nuestro día a día. Mirar para tocar y mirar para acariciar .

Ese perro hundido

La visita no puede demorarse mucho más. Una vigilante me comenta que no se termina de acostumbrar a ver los pasillos así, me explica que la pasada Semana Santa fue la más atípica que ha vivido nunca , las salas vacías en temporada alta. Las cifras hablan: en abril de 2019, el Prado recibió a 300.000 personas; este mes de abril, a cero.

Pido, si es posible, ir a ver una última sala. Lo hago con Charo, la siempre disponible jefa de prensa, y personal de seguridad. Bajamos por las escaleras –mejor no usar ascensor– , escuchamos nuestros propios pasos, atravesamos la sala de las musas donde, como sabrán, hay un enorme ramo de flores, donación de Alicia Koplowitz , que se cambia periódicamente. El ramo aguanta estoico, pero empieza a sentir el paso y el peso de unos días interminables. Llego a la sala de las Pinturas negras y un escalofrío recorre mi cuerpo: la oscuridad aquí sí que lo domina todo. Me acerco casi al límite de lo permitido para ver, por enésima vez, ese perro semihundido de Goya, y pienso que ese perro somos todos nosotros ahora mismo.

Al salir, Madrid sigue en silencio y las nubes jugando con la luz.

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