R. Menéndez Salmón - QUINTA ESQUINA

Para leer a un coloso

La reciente publicación por Seix Barral de «Fin de campo», novela aparecida originalmente en 1972, permite al lector en español disponer de la narrativa completa de Don DeLillo

R. Menéndez Salmón
MADRID Actualizado: Guardar
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La reciente publicación por Seix Barral de «Fin de campo», novela aparecida originalmente en 1972, permite al lector en español disponer de la narrativa completa de Don DeLillo, lo que equivale a afirmar que tiene a su disposición la summa de una de las voces decisivas para comprender el mundo en que vivimos. DeLillo es uno de los poquísimos autores que satisface la pretensión reclamada por George Steiner tras el descrédito en que la palabra cayó una vez consumadas la experiencia totalitaria y la aventura atómica, esa nostalgia de lo absoluto que después de Auschwitz, Kolymá e Hiroshima se ha logrado conjurar en muy contadas ocasiones.

El mérito de DeLillo es haber aprehendido el caudal abrumador de acontecimientos e ideas que vertebra una época manteniendo un diálogo vivísimo con los nuevos interlocutores y las flamantes metáforas que la contemporaneidad ha puesto a nuestra disposición: la tecnología y los medios de comunicación, el terrorismo y las fantasías de la muerte en directo, la plétora y consiguiente náusea generadas por las sociedades posindustriales, el agotamiento del humanismo y la superación de nuestra especie.

Si el novelista, como Coetzee insinuara en «Verano», no es más que un redactor de expedientes acerca de la condición humana, DeLillo ha sido desde comienzos de los años 70 del pasado siglo el notario por excelencia de esa conciencia expuesta, con mayor claridad que nunca, a la posibilidad de su objetiva extinción. Un recorrido por ciertos hitos de esa trayectoria ilumina su clarividencia.

Los despropósitos del hastío

En 1977, quince años antes de que Bret Easton Ellis soñara a Patrick Bateman y en el ombligo del mundo se instalara la lógica de una crueldad sin culpa, DeLillo radiografía los despropósitos del hastío. En «Jugadores», novela en la que el terrorismo se presenta como respuesta de la clase acomodada contra la sociedad del exceso, la violencia es asumida como rebeldía del sujeto frente a los desmanes del terror centralizado. Cuando en «El Club de la Lucha» volvamos la mirada hacia alguien como Tyler Durden no estaremos sino actualizando los estímulos nihilistas de la «leisure class» concebida por DeLillo en la época en que Palahniuk era un adolescente. Hoy sabemos que los terroristas estudian aeronáutica en Berlín, química en Cornell, medicina en Eton; que son cultos; que están borrachos de estímulos; que su vida material es resonante. DeLillo predijo esas conexiones entre abundancia y anomia una década antes de que Berners-Lee concibiera el matrimonio entre internet e hipertexto.

DeLillo ha estado en lugares que el resto de escritores apenas podemos concebir

En 1985, bajo la férula de la Administración Reagan y su conversión del temor en receta planetaria, DeLillo publica «Ruido de fondo», pieza capital en la que la tecnología se dibuja como Leviatán doméstico. La tecnología suplanta al Estado y a la Iglesia, y los anhelos que dispensa y los terrores que urde, son en sustancia idénticos a los que los legendarios monstruos fríos propusieron. Nuestro pacto social ya no es con las leyes, sino con las máquinas; nuestros dioses ya no habitan templos, sino pantallas de plasma y circuitos de silicio. Una vez más, DeLillo se anticipa a los gestores de la química del cuerpo al inventar una droga, Dylarama, que elimina no el dolor, la ansiedad o el insomnio, sino el miedo, ese Gran Hermano que durante mucho tiempo, en especial tras los ataques del 11-S, se convertirá en ideología dominante de nuestra época.

En 1997, a las puertas de un nuevo y aciago milenarismo, DeLillo publica «Submundo», acaso la última gran novela del siglo pasado y su obra maestra, una narración que cuenta la historia de los últimos cincuenta años de Estados Unidos siguiendo la pista de una pelota de béisbol; una narración cuya primera frase es: «Habla con tu misma voz, americano»; una narración cuya última palabra es, quizá, la que hoy más demanda el mundo: paz; una narración, en definitiva, en cuyo transcurso se insinúa la posibilidad de la destrucción del modelo de vida estadounidense a través del ataque contra su símbolo más querido: el dinero. Toda glosa parece innecesaria.

El autor frente al paisaje

En 2010, en pleno debate acerca del poshumanismo, DeLillo publica «Punto Omega», donde constata la delicada situación del hombre enfrentado a una de las grandes pasiones del autor: el paisaje. Como ya sucedía en «Americana», su primera novela, aparecida en 1971, el paisaje está representado aquí por el desierto. En Anza-Borrego, California, reunidos en una casa en medio de ninguna parte, los protagonistas de «Punto Omega» desgranan con la habitual apatía de los personajes de DeLillo una serie de diálogos de entidad metafísica que resultan una y otra vez abducidos por la imperturbabilidad del entorno. Sin duda porque DeLillo es un escritor en constante pugna con la materia con la que trabaja, el lenguaje ficcional; sin duda porque en él, como en pocos autores, cristaliza la perpetua lucha contra la tentación de un lenguaje momificado, desde hace años existe en su narrativa un explícito interés por la desaparición: desaparición de la acción, desaparición del personaje, desaparición del autor. Tras la gigantomaquia que representó «Submundo», es como si el «nous» imperativo de su poética se desplazara hacia un arte que, al tomar conciencia de sí mismo, se encaminase lenta pero indefectiblemente hacia el ocaso y la entropía, hacia la muerte térmica: enfriamiento del lenguaje, quietud de la conciencia, abolición del ser humano.

DeLillo ha estado en lugares que el resto de escritores apenas podemos concebir. En su arte se entra como en una cápsula de tiempo. Uno escucha, convive con las palabras y decide. El mundo es un episodio diáfano y a la vez un clima ambiguo; la vida no empieza ni acaba, sino que se impone y se interrumpe. Nos queda la literatura, ese expediente inmisericorde acerca de lo que somos y de lo que tememos.

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