TEATRO

Nuria Espert: «El nacionalismo es un veneno, algo muy negativo»

La gran dama de nuestro teatro no para. Entre homenajes y premios aún tiene fuerzas para subirse a las tablas. La ilusión de una vida. Ahora, recita el «Romancero gitano» de Lorca por medio mundo

Nuria Espert en su casa de Madrid Isabel Permuy

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Ante Nuria Espert se llega con un poco de miedo. A los grandes genios -sea cual sea el palo de las de las artes que toquen- se les supone una cierta altivez, distancia. Y no puedo negar que la Espert, de primeras, transmite aquello de: «Aquí estoy yo y un metro más allá te colocas tú, y no traspases ciertas líneas por si acaso». Craso error de cálculo, porque en cuanto te acercas con la grabadora y le propones la primera pregunta su cara se transforma en la de una venerable dama de 84 años (en junio cumplirá 85) y su voz te recita las respuestas delicadamente. Su rostro, de tez muy pálida, y su entonación pausada te hipnotizan al instante . Al cabo, es lo que ella ha hecho toda su vida subida a un escenario. Nuria Espert tiene ganas de contar, de repasar sus actos y sus actuaciones. Obviamente, está orgullosa de ser quien es y de haber llegado donde ha llegado. Y no es para menos.

Usted, la gran dama del teatro español, y ni siquiera soñaba de niña con ser actriz...

Iba a ser bailarina... Comencé en el teatro con 13 años, porque mis padres eran muy aficionados a la poesía y al teatro; dos obreros, un carpintero y una mujer que trabajaba en los telares. Pero ambos sabían poemas de memoria, y ambos habían ido al teatro. Ellos habían sembrado una semillita. Alguien me oyó recitar y les preguntó a mis padres si permitirían que me hicieran una prueba en el Teatro Romea, donde se estaba formando la primera compañía para actuar en catalán desde la Guerra Civil. Mis padres se volvieron locos de alegría. Y allí me quedé con esa compañía.

¿Fue un amor a primera vista, entonces?

Dejé de ser una niña, pasé a ser una adolescente, me corté las trenzas, me quité los calcetines y me puse unas medias. Me sentía una joven actriz, la ambición ya había aparecido, ya quería mejores papeles, más dinero, soñaba con buenos directores de los que oía hablar, que estaban todos en Madrid. Y me moría de ganas, el deseo de participar del teatro y de mejorarlo dentro de mí, conocerlo mejor... La lectura me ayudó. Fueron unos pilares de piedra para mí, la lectura de todo el teatro contemporáneo, y se despertó el deseo feroz.

¿Cómo explica que siendo de una clase tan humilde sus padres tuvieran esa querencia por la cultura?

-Decir que tenían una querencia por la cultura no es exacto, porque mi madre casi no sabía escribir y mi padre...

¿Admiración?

No, amor al teatro. Curiosamente, compartían un amor loco por el teatro. Se habían conocido haciendo teatro en el barrio, y habían visto una vez actuar a Margarita Xirgu en las Ramblas de Barcelona, haciendo, creo yo, de doña Rosita en «El lenguaje de las flores». Nunca he podido estar segura de eso, pero por las fechas... Entonces se quedaron muertos de amor, y seguían hablando de eso años más tarde.

«El feminista era mi marido. Yo soy feminista a rabiar, pero no hacía falta. Era Armando el que era feminista»

Una de sus primeras representaciones fue «Medea». Desde luego, picó muy alto para esa puesta de largo.

De altísimo nivel. Aquello era una bomba. Se hacían los Festivales de España, que eran espectáculos que se paseaban por todo el país. Me contrataron a mí para papeles pequeños en la compañía. Las obras eran «Medea», «Fuenteovejuna» y «Las mocedades del Cid», y en todas ellas tenía una pequeña intervención. La compañía esperaba ilusionadísima, con los ensayos ya preparados, a la gran actriz que llegaría de Madrid para ponerse al frente, pero la señora enfermó, y en quince días hubo que reestructurar todo ese proyecto.

¿Y a usted le tocó sustituirla? ¿No le temblaron las piernas?

Cundió tanto el pánico que me hicieron una prueba a mí, que estaba ahí, como le he contado, con un papel mínimo. Y como no tenían otra cosa, como aquel que se tira por la ventana, me dieron la protagonista de todos estos espectáculos que empezaban en diez días. Hoy «Medea», mañana «Fuenteovejuna», pasado «Las mocedades del Cid», así, todos juntos, uno tras otro. Aquello que parecía un suicidio total acabó maravillosamente, y cambió realmente mi vida, aunque no lo pareció en aquel momento, pues en aquella invitación no ocurrió nada digno de relatar. Lo más importante que pasó fue que supe que podía ser una actriz, que podía hacer tragedia y dedicarme a esto, que sí, que tenía valor, que adelante. Tenía 18 años, 19 casi. Lo que aprendí es eso que le cuento: la seguridad de que podía trabajar en esto toda la vida y dedicarle mi vida entera.

En el papel que Nuria Espert más ha representado: «Medea»

¡Desde luego, le ha dedicado la vida entera! Papeles muy potentes que ha representado una y otra vez en su dilatada carrera. ¿Nunca se ha aburrido de ser Medea o Bernarda Alba mañana, tarde y noche? ¿Cómo les ha dado una nueva vida, año tras año?

Esa repetición de un papel solo me ha ocurrido con «Medea». Y es muy difícil que le suceda eso a un actor: que durante toda su vida fuera a estar cerca, o incluso actuar con un papel que le dio relevancia en su juventud para que, luego, el público le vaya aceptando los cambios que la edad provoca sobre el actor y también sobre el público, me imagino. A Medea la he interpretado siete u ocho veces con siete u ocho directores diferentes. Y, con cada una de ellas, ha ido creciendo y madurando conmigo y ha ido convirtiéndose en otra cosa.

«Soy muy de casa, de mi marido, mis hijas y mi nieta. Lo cual no es obstáculo para que tenga mis ideas propias y las defienda»

¿Cómo fue esa evolución que imagino se corresponde con la suya como mujer y como actriz?

Empezó siendo una mujer loca de celos y desesperación, y después, cuando la hice con Michael Cacoyannis -el de «Zorba el Griego» y «Las troyanas»-, yo tenía 69 o 70, y el drama era diferente, lo que la llevaba a asesinar a sus hijos era la deslealtad, no el amor, ni el enamoramiento y los celos. Lo que sorprende al tomar el texto después de unos años, de haberlo dejado, es que le ves cosas diferentes. Lo ves con más grandeza que mi primera versión, por supuesto, porque era una chica. Y Medea no es una chica, Medea es la mujer de mujeres.

De vuelta a su juventud, a sus orígenes en Hospitalet de Llobregat, donde nace, ¿qué recuerdos conserva? ¿Estaba deseando huir, ver mundo?

-Yo salí de mi casa para casarme vestida de blanco; salí de Hospitalet de Llobregat, que es hoy una grandísima ciudad y en aquel momento era una barriada. Donde vivía era en una barriada obrera de Hospitalet. Y allí, mientras viví, era soltera, aunque andaba ya por los teatros del mundo y hacía giras y trabajaba intensamente en doblaje, en radio, en teatro... Mientras, se iba construyendo mi carácter, mi temperamento. Esa casa en la calle Buenos Aires número 9 tiene una plaquita que pone que ahí viví. Mi niñez, si empezara a contarla toda, parecería una niñez oscura, pero el caso es que no lo recuerdo así, la recuerdo en la calle, con muchas amiguitas, en dos escuelitas a las que fui y a gente muy buena alrededor.

¿Se casó muy joven?

A los 20 años.

En su trayectoria vital se dan dos caras: por un lado, una mujer tradicional, de toda la vida, y, por otro lado, lo que hoy se denominaría como mujer empoderada. ¿Se siente verdaderamente así, con esa suerte de doble personalidad: una mujer de su casa y una pionera, una mujer mundo y que abrió muchos mundos a las nuevas generaciones?

He sido así toda la vida. Soy muy de casa y muy de mi marido y mis hijas y mi nieta. Lo cual no es obstáculo para que tenga mis ideas propias y las defienda y lleve una vida paralela a esa tranquilidad que ansío y necesito para poder trabajar bien y para crecer. No está separado, ni una cosa impide la otra. O al menos en mi trabajo, en mi vida, no ha ocurrido así.

«Soy belicosa. Prefiero proyectos desafiantes y complicados antes que algo que se parezca a lo que ya hice»

Toda una declaración de intenciones.

He sentido que he podido hacer de mi vida un poco lo que he querido, y lo que he querido es tener una familia y ser libre para ser una persona con su propia manera de pensar, que la explica, que la comparte con los demás. Naturalmente, todo esto que le cuento ocurrió y se fue forjando en la etapa más oscura del franquismo.

Se casa a los 20 años con Armando Moreno, un hombre de teatro que se echa a un lado y le cede a usted todo el protagonismo, todo el escenario. Imagino que en aquella época no era muy frecuente. ¿Se ha sentido una privilegiada?

Absolutamente. El feminista era Armando. Yo soy feminista a rabiar, pero es que no hacía falta. Era Armando el que era feminista

Desde luego, no se cumple aquello de una gran mujer detrás de un gran hombre, sino a la inversa. Esa fue, sin duda, una gran generosidad por su parte.

-Sí, no cabe ni una pequeña duda. Armando fue el que cogió a una actriz de 20 años y a los 24 le había formado una compañía teatral. Tuvimos suerte, porque la suerte también ha jugado un buen papel en nuestras vidas. Tuvimos éxito de público enseguida. Y empezó una lucha que continuó hasta la muerte de Armando en el año 1994.

Hay algo que me llamó la atención mientras repasaba su biografía, y es cuando empieza a dirigir ópera. He leído declaraciones suyas en las que confiesa su arrepentimiento por meterse en algo en lo que no era, ni mucho menos, una especialista. La gran Nuria Espert se somete a un examen de humildad admirable.

Porque vino sin ser deseado, sin ser luchado. Soy belicosa. Prefiero proyectos desafiantes y complicados antes que algo que se parezca a lo que ya hice o a eso que está haciendo todo el mundo. Lo de la ópera me lo regalaron. Estaba dirigiendo a Glenda Jackson en Londres, y debieron pensar que si dirigí a Glenda Jackson podría dirigir cualquier cosa, porque Glenda Jackson tenía fama de persona muy complicada para trabajar.

«Una no se queda contentísima al dejar a sus hijas tres meses porque tiene que hacer una gira por Latinoamérica»

¿Cuál fue la ópera que le bajó los humos a Nuria Espert?

Empecé con «Madame Butterfly». Dije que sí porque la conocía muy bien y porque a mí marido Armando le gustaba muchísimo la ópera y me había acercado mucho al mundo de la ópera. Así que hice «Butterfly», que fue un triunfo por el mundo entero. Y me dejé llevar como si fuera un rockero de 18 años. Me dejé llevar por el éxito y empecé a dirigir por todas partes y a ocuparme de las reposiciones de mis obras...

¿Y aquella aventura acabó en una depresión?

No acabó bien. Estaba muy sola, muy triste, la familia viajaba a los estrenos, pero ni podía ayudarme en los ensayos, ni me convenía tenerlos en los ensayos... Necesita una inmersión total. Y me puse enferma, directamente, de soledad, también enferma de inseguridad, porque no se debe comenzar algo arrancando desde arriba del todo; se debe comenzar desde abajo y paso a paso; ir subiendo si tienes suerte, o estancarte si no la tienes. Pero que te lo regalen así, desde arriba, no es bueno.

Ha compartido escenario con muchísimos actores y a actrices. La pregunta es inevitable: ¿con quién se ha sentido más a gusto?

Alfredo Alcón, el grandísimo actor argentino, con el que tuve la suerte extraordinaria de trabajar dos veces. Hicimos juntos «A Electra le sienta bien el luto», de O’Neil, y haciendo Lorca, un montaje sobre sus textos que compartí con él. También con Rafael Alberti. A la vuelta de su exilio, dimos más de 340 recitales de poesía española con Federico en el centro. También con Lluís Pasqual he compartido recitales por toda Europa.

Lorca, siempre Lorca.

-En Londres querían representar a Federico García Lorca, que nunca se había hecho en el West End. Me llamaron porque yo había interpretado «Yerma» durante dos años en Londres, en dos festivales. Y ahí comenzó otra conexión con Lluís Pasqual, dirigiendo ese espectáculo, que fue un éxito enorme. Se quedó meses y meses en el West End. Y ese mismo espectáculo me fui a montarlo a Japón con actrices japonesas y a Israel con actrices árabes y cristianas.

¿Lo contrario de lo que ahora pasa con los nacionalismos?

El nacionalismo es un enemigo... La cultura no le va bien al nacionalismo porque le fuerza a elegir: «Esta sí, esta no». El nacionalismo es un veneno, es algo muy negativo. Para el mundo de la cultura, del pensamiento, de las artes, es muy negativo.

«He podido hacer de mi vida lo que he querido: tener una familia y ser libre»

De vuelta a su carrera, no ha hecho cine. ¿No le han ofrecido papeles interesantes?

Cuando hubiera podido interesarme, cuando todavía no sabía quién era ni que quería, habría podido ocurrir. Después, ya no. Cuando el teatro me agarró en serio ya no quedaba espacio para nada más. Hice algunas películas. Hay un par de ellas que no están mal. El resto no tiene ningún sentido, ni sé quién es esa persona que está ahí. Y nunca me he sentido tentada. Han aparecido cosas muy, muy interesantes, pero no he dudado, no he tenido la sensación de que estaba eligiendo, estaba elegido de antemano.

¿Qué pensó cuando sus hijas le dijeron que se querían dedicar al teatro?

Sí, y mi nieta. Parece bastante lógico, porque imagínese, las comidas en casa con mi madre, las niñas y Armando y yo metidos en esos follones horrorosos en los que nos metíamos; las cosas se hablaban todas. Y las hijas han participado, supongo, también de nuestras angustias y también mucho de nuestra felicidad.

A estas alturas, ¿qué balance hace de su vida?

Veo mi vida teatral como una gira permanente. Cuando pienso en el pasado, no aparecen los estrenos, aparecen las giras con los distintos espectáculos. Y en esas giras, mis hijas han padecido que sus padres estaban fuera.

Una curiosidad de infraestructura familiar: ¿cómo se apañaban?

Afortunadamente, yo tenía una madre maravillosa, que es la otra parte tan importante de mi vida, y mis hijas disfrutaron de la mejor de las madres, que era mi madre. Yo hice todo lo que pude, que casi nunca es suficiente. Cuando hago todo lo que puedo, casi nunca es suficiente para mí. Una no se queda contentísima al dejar a sus hijas tres meses porque tiene que hacer una gira por Latinoamérica. Es siempre complicado, y todo el mundo te tiene que ayudar. La primera que me ayudaba era mi madre, porque nos llevábamos 20 años: si yo tenía 20, ella tenía 40. En resumen: mi madre, un marido que aprecia el sacrificio que estás haciendo y que trata de cubrirlo arriba y abajo con las niñas y yo y las giras. Y después, también saber que estás creando un estatus para la familia. Ni Armando ni yo teníamos ni cinco céntimos. Había que trabajar mucho. Y nos ha ido bien.

La historia continúa con su nieta, Bárbara, hija de Alicia Moreno. ¿Qué gran consejo le da, si es que le da alguno?

A mí todo el mundo me pide consejos, y yo no soy buena aconsejadora, porque cada persona tiene una manera de responder ante las dificultades de la vida de una manera tan diferente... Creo que nunca les he dado a mis hijas un consejo. Ellas son como son porque han vivido lo que han vivido, pero aconsejarles lo que deberían hacer, no me siento capacitada ni con derecho a hacerlo.

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