LIBROS

«Maestro Idro Huidobro», Jiménez Lozano apócrifo

En «Maestro Idro Huidobro. Memorias de un escribidor» el autor es solo el poso de los textos leídos. En la obra conviven y hablan Angélique Arnauld, Platón, Kierkegaard, Emily Brontë, Tolstoi y Cervantes

José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930)
Gabriel Albiac

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El universo es una biblioteca. Y el viaje una lectura. Eso debió pensar el maestro Huidobro en su convalecencia. Los libros de su biblioteca, como a Ahab Moby Dick, lo habían malamente baldado. ¿Quién iba a pensar que unos libros pudieran atacar así a su propietario? Y, «¿en qué ocasión ocurrió esa desgracia?», le preguntará el cordelero Miguel al verlo un tanto tullido? «Estando colocando en los vasares de la librería unos libros, otros estaban esperando tranquilamente encima de la escalerilla, como otras veces, y de repente ellos y las escalerilla se precipitaron juntamente sobre este pobre escribidor, me derribaron y me hirieron».

Porque el Maestro Huidobro es un «escribidor». Que se abstiene de hacer uso del pretencioso «escritor» de sus colegas. No sólo porque una inasible institución, que algo tiene de tribunal a lo Kafka , le niega esa «cédula» de escribir sin la cual no tiene él claro si no estará transgrediendo con peligro para él algunas misteriosas leyes. No, si el maestro Huidobro se abstiene de tan solemne término es porque lo de «escritor» suena a secta solemnísima, imponente francmasonería que dicta sobre verdades y conocimientos. Lo contrario de lo que sueña hacer y hace este Idro Huidobro que anhela juntar palabras para atrapar la belleza del mundo, ese estado de gracia a cuya silenciosa plenitud aspiró siempre su «alter ego» en la sombra : José Jiménez Lozano.

Sin nombre propio

¿Tiene acaso vida propia aquel que escribe? Eso narran y sobre eso meditan estas «Memorias de un escribidor» del Maestro Idro Huidobro. Y quizá haya que dejarlo así, sin otro nombre de autor que el de la voz que narra y que, al narrar, inventa el mundo . No es Jiménez Lozano el autor de estas páginas, que con vigor reclama como propias el escribidor Huidobro. Y con todas las razones. Y con toda razón. Cuando el autor se deja ver en lo que escribe, no hay obra. La obra sólo nace cuando las voces que en lo escrito hablan se apoderan del texto. Como lo hace, cortés pero imperativamente, este Huidobro, autor de unas «Memorias» que pongan puntos sobre las íes de lo escrito por sus discípulos en un libro que se publicó hace ya casi veinte años, a través de la voz entonces de dos de sus discípulos: Maestro Huidobro.

Escribir sin nombre propio y sin nombre propio ser reconocido, es la gloria más alta de un escribidor. O del último clásico de la lengua española. No, no es Huidobro un apócrifo de José Jiménez Lozano. Es, a la inversa, la voz de Huidobro, lo real. Quien la transcribe sabe traslucir sólo en apenas perceptibles oscilaciones de penumbra. El autor es solo el poso, acumulado en caóticos estratos, que han ido componiendo los textos leídos. Es una superposición y enredo que no se atiene en nada a las secuencias convenidas del tiempo y los lugares. En ella, conviven y hablan Angélique Arnauld, y Platón, y Kierkegaard , y Emily Brontë, y Tolstoi, y siempre Miguel de Cervantes. ¿Habla él? Si lo hace, mejor que no se note. Él es, aquí, el apócrifo.

Noche llena de mundos

¿Por qué escribieron todos ellos? ¿Por qué la ha dado por hacerlo ahora a este Huidobro? Ni es algo que dé relumbre, ni mucho menos dinero. Es una santidad . Eso que el escribidor atisba en los maestros que enseñaron a salirse tenuemente del mundo: «Y no fue que, de repente, éste se decidiera a escribir, porque con tantas contradicciones no sabía ni podía saber si ése era su oficio o su destino. Pero, cuando tuvo con el cordelero de Arévalo una conversación sobre el asunto, éste le dijo que él había leído que un francés muy importante, que era un vasco de Bayona, había asegurado que para toda enfermedad del alma lo mejor era tener una habitación fresquita en el verano, con las persianas bajadas, y con una sola candela por la noche, y estarse allí quietecito. Y, como estaba tan dubitativo de querer vivir siquiera, se acordó mucho entonces de haber oído algo así a un gran maestro de filosofía , al que había escuchado algunas lecciones sobre el espíritu de fineza y de geometría, aunque él tenía, no se sabe por qué muchos dolores de cabeza y de muelas y cuando se sentaba en una silla o sillón, le parecía que estaba en el borde del mundo y que abajo había un abismo inmenso y sobre él estaba la noche estrellada, llena de mundos y mundos y mundos, que nunca se acabarían de decir».

Cuando el autor se deja ver, no hay obra. La obra nace cuando las voces se apoderan del texto

A esos mundos se asoma Idro Huidobro. Sin salir de la habitación pequeña y de los libros. El Universo es una biblioteca. Una utopía se teje. Que no busca mundos nuevos ni hombres aún por venir, porque sabe que «en toda revolución, fuese la que fuese, religiosa o politiquera, siempre quedaban rotas y pateadas las cosas hermosas». Que persigue la santidad de este mundo. Y su primordial poética: buscar al lector bueno, que haga perfecta la obra. Que haga de la obra esta minúscula joya que «Maestro Idro Huidobro. Memorias de un escribidor» es. Ese milagro. «Porque tan soberana es la hermosura del mundo que puede hacer que un lector haga por su cuenta de una piedra que le da el autor una amatista». Una amatista: esta que, de la mano de Idro Huidobro, pone ante nuestros ojos José Jiménez Lozano.

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