LIBROS

Una juventud masacrada en las trincheras de la Gran Guerra

La I Guerra Mundial está de actualidad gracias al filme «1917». Dos extraordinarios libros de Éric Vuillard y E. E. Cummings se centran en la contienda

Fotograma de «1917», de Sam Mendes
Mercedes Monmany

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Una y otra vez, el trauma y masacre de bestiales dimensiones, hoy incomprensible para muchos europeos, que significó la Primera Guerra Mundial no deja de volver a nuestras conciencias crecidas en tiempos de paz. Y lo hace en forma de espléndidas obras, ya sean películas (1917 , de Sam Mendes ), clásicos rescatados (La habitación enorme , E. E. Cummings ) o narraciones deslumbrantes, de género mixto, entre el ensayo y el corrosivo, brillantísimo y erudito encadenamiento de escenas e historias microanalizadas, como ya nos tiene acostumbrados uno de los mejores escritores franceses, junto a Carrère : Éric Vuillard (Lyon, 1968) Su pequeña joya en esta ocasión lleva el título de La batalla de Occidente .

Millones de muertos

El funesto espoletazo de salida tuvo lugar el 28 de julio de 1914, para finalizar el 11 de noviembre de 1918. Nada sería igual desde entonces. Nadie saldría indemne de la denominada en francés Grande Guerre : ni los millones de muertos, muchas veces enterrados en tumbas anónimas , ni los atrozmente heridos y mutilados que pasearían por calles y plazas de un moribundo continente su recuerdo devastador, ni los miles de familiares y huérfanos entregados a la beneficencia. Las fronteras serían redibujadas, cuatro grandes imperios desaparecerían del mapa de un plumazo y estados, economías, sociedades europeas o no, saldrían transformadas, en ocasiones radicalmente: «El combate final, el último asalto parecía haber llegado. Se trataba del porvenir del mundo», diría el escritor y militar alemán, participante en las dos guerras mundiales, Ernst Jünger , en su gran clásico de la continda, Tempestades de acero (1920). Las formas de la guerra habían sido enteramente modificadas a causa de la extrema brutalidad del combate y de la salvaje consolidación de unas «culturas de guerra» nacionales, como denunciaría por su parte el pacifista Romain Rolland en Más allá de la contienda (Nórdica).

Una juventud entera de varios continentes será masacrada «porque sí», despiadadamente. La carnicería -como denuncia una y otra vez Vuillard- sería decidida por sus mayores, por reyes, presidentes, primeros ministros, generales, grandes estrategas o ávidos industriales, que «se aburrían», entre las partidas de whist y el turismo chic de la costa francesa. «Una élite refinada y orgullosa» que compartía una notable consanguinidad además de amantes. Poco a poco, se iría «preparando una guerra, toda una parafernalia de idioteces, un retraso inaudito, un heroísmo que será aplastado por el hierro».

Se entra en un mundo nuevo: el de los primeros tanques, los obuses, las primeras grandes máquinas para matar, además de las primeras «escuelas de la guerra», en Prusia, donde se desarrolla el aprendizaje necesario de «las probabilidades de morir y dar muerte». Nada explica -dice Vuillard- «por qué, un buen día, millones de hombres acuden cantando a plantarse de pronto los unos frente a los otros y empiezan a dispararse». Por su parte, E. E. Cummings (1894-1962), uno de los principales poetas americanos del pasado siglo, junto a Pound o William Carlos Williams , además de pintor y ensayista, escribiría una memorable y mítica obra autobiográfica sobre su cautiverio en una prisión francesa, Ferté-Macé, en Normandía, durante la Primera Guerra Mundial. Como otros famosos escritores americanos de la época, entre ellos Hemingway , Cummings, junto a su amigo John Dos Passos , se enrolaría en 1917, a los 23 años, en el cuerpo de ambulancias del ejército americano. Junto a un variopinto grupo de compañeros de la más diversas procedencias y nacionalidades, desde pequeños delincuentes, extranjeros sospechosos, ladrones «de tres latas de sardinas» o supuestos espías como él, languidecería durante tres meses, en «una enorme habitación», en medio de una rutina estéril y embrutecida, pespunteada por castigos descabellados y una autoridad no menos terca e idiotizada, como no dejará de comentar con ironía y abundantes toques de humor.

«Espías»

La terrible verdad que encerraba el relato de Cummings se refería sobre todo al absurdo de una guerra en la que todos aquellos jóvenes que se alistaban voluntarios , y llegaban a Europa a luchar, eran obligados, nada más desembarcar, a odiarse los unos y los otros. Con la solemne sinceridad de un joven que nada sabe aún de la ferocidad de la guerra, el error de Cummings al ser interrogado por unos oficiales franceses, es manifestar que «no odia a los boches» , como eran llamados los alemanes en argot. A causa de este malentendido, al interceptar además los franceses la carta de un compañero de Cummings a su familia en América, con frases inocentes transmutadas de repente en peligrosas, serán los dos clasificados de «espías».

El joven poeta y pintor aún no se había iniciado en el aprendizaje del odio. Algo necesario para, sin conocerlo de nada, «plantarse ante otro hombre y matarlo» , como dirá Eric Vuillard.

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