Monumento en la valla que separa México de EE.UU., en memoria de quienes han perdido la vida al cruzarla
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Inmigrantes mexicanos a Estados Unidos, la historia de «los sin voz»

En «Las tierras arradas» y «Un mundo infiel», Emiliano Monge y Julián Herbert nos llevan hasta la frontera entre México y Estados Unidos. Violencia, sufrimiento, desilusión y muerte

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Hay muchas novelas sin espíritu, pero las hay que encarnan aquello que las inspira y trascienden sus propios detalles literarios, como sucede en «Las tierras arrasadas», del mexicano Emiliano Monge. Da la sensación de que escribe conmovido, no en el plano sentimental, sino literariamente y en lo profundo, por una realidad muy dura, de gran actualidad y con frecuencia silenciada en México. Se trata de las vidas de los migrantes que caminan durante varios días hacia las fronteras de Estados Unidos. En el comienzo de la novela, al llegar a un claro de la selva llamado Ojo de Hierba, son capturados por unos secuestradores que los atan y los echan a un camión; algunos mueren antes.

La novela de Monge funciona como un espejo de doble cara: refleja al mismo tiempo a hombres interiormente heridos y hacia afuera un país que está también marcado por la violencia soterrada, que palpita lejos de los brillos oficiales.

En lo escondido. Tal vez Monge consiga este equilibrio entre el relato del drama individual y del drama social por su formación de politólogo y escritor. Nació en Ciudad de México en 1978 y es autor de «Morirse de memoria» (Sexto Piso) o «El cielo árido» (Premio Jaén de Novela 2012). Junto con Martín Solares o Julián Herbert, es considerado un escritor de la llamada nueva narrativa mexicana.

El estilo de Monge no es el de la frase sencilla, pero se libra de los peligros de la innovación formal arbitraria que sólo busca la sorpresa porque cada detalle de su escritura se orienta hacia el sentido. Es un estilo luminoso, cada decisión formal agudiza la narración del sufrimiento. Monge no nombra directamente a sus personajes, sino a través de lo que los caracteriza. Y así, los migrantes son «los que vienen de muy lejos», «los sin voz», «los que perderán el nombre».

Rígidos de espanto

Es maravilloso el tono sereno y dolorido que se crea con la repetición de estos nombres que apuntan al trasfondo de lo que allí se está contando. Inserta también Monge fragmentos de la «Divina Comedia» de Dante para hablar sobre los que fueron arrancados de su alma, los que yacen otra vez turbados, pálidos como aquel que se desmaya y rígidos de espanto como leños. Y en cursiva, como el coro de una tragedia clásica, apunta testimonios reales de migrantes centroamericanos a su paso por México: «Íbamos tumbados en la traíla cuando uno se empezó a sacudirse y hacer ruido… unos ruidos cada vez más doloridos que no eran nada como humanos… así volvió a sentirse entonces todo el miedo».

Pasan las páginas mecidas por estos rasgos que se repiten. Todo el libro es un brillante lamento que los incorpora a todos, a los que lloran y a los que hacen llorar. Una vez ha entrado, el lector queda atrapado y no puede salir; el escritor que escribe conmovido le conmueve y no puede dejar de leer aunque sufra, porque el espacio que se invita a recorrer es ese incómodo que detectó Amos Oz entre el texto y uno mismo, entre la violencia narrada y la propia capacidad de violencia.

Creo que la violencia se define con sutilidad: en la novela los secuestradores están «fuera de sí», y el personaje de Mausoleo, un migrante gigantón obligado a pasarse al otro bando, deja de ser él mismo. Se habla de cómo los violentos impiden «el ingreso de lo que hacen en sus mentes». Es curioso cómo la incultura genera un estado de inconsciencia que favorece la violencia. Se actúa siguiendo una pulsión, normalmente enraizada en experiencias duras de la infancia, y de la vida, y nunca se pasa al razonamiento que pondría en perspectiva la barbarie.

Tragedias clásicas

En mi opinión, y aunque puede ser tal vez cuestión de gusto personal, al final de la novela se comete un error en aras de la eficacia narrativa. El escritor trabaja para terminar de arrasar las tierras y sacrifica cada mínimo resquicio de esperanza y también de moralidad. El final, más allá de desdichado o violento, es grotesco. Recuerda a algunas tragedias clásicas. Se redondea con maestría el significado del título de la novela. Pero el lector tiene una delicada sensación de disminución final de la intensidad que se había logrado de manera magnífica en las páginas anteriores.

Aun respetando la fuerza del título y el espíritu de la obra, tal vez no hubiera sido necesario suprimir por completo la dimensión ética, que era muy tenue, pero que hacía de sutil contrapunto y afinaba la realidad literaria y el retrato social sin alterar la crudeza terrible y máxima de lo allí contado. A veces el descarnamiento absoluto puede falsear, como falsea también una utopía.

No hablamos de literatura con afán moralizante, sino de presencia de la dimensión ética. El destierro ético es un rasgo (desde el inicio) del libro de otro escritor mexicano, Julián Herbert, contemporáneo de Monge, que nació en 1971 y que ahora reescribe para la editorial Malpaso su novela iniciática «Un mundo infiel». Es considerado en México un escritor sólido, y en España se le conoció mejor cuando ganó en el año 2011 el Premio Jaén de Novela y el Elena Poniatowska por «Canción de tumba» (Mondadori). Es también autor de «Cocaína (manual de usuario)» y de «La casa del dolor ajeno» (Random House).

Sólo hay ausencia

La agilidad en la escritura caracteriza a «Un mundo infiel», pero creo que parece buscar más el efectismo. El lector está de algún modo presente, y se refleja la sordidez de una manera más superficial, a través de una puesta en escena evidente, por ejemplo mediante el sexo o la droga, a veces mediante el sueño.

Se trata de un plantel de historias que al pasar las páginas van relacionándose con soltura, pero algunas imágenes que pueden sorprender no terminan de calar, tal vez porque son demasiado inmediatas, como rápidas, a veces poco justificadas por el contexto. Eso sí, «Un mundo infiel» es un libro serio y, en el plano psicológico, un buen retrato de la desorientación humana: los protagonistas buscan erráticamente algo impreciso y sólo encuentran ausencia. Las relaciones son livianas y la desilusión una constante.

Hay algo en común entre «Las tierras arrasadas» y «Un mundo infiel». Ambos libros se sitúan en la frontera entre México y Estados Unidos, coinciden en la narración de la violencia, íntima y social, y tienen el valor de hablar sobre lo que no es grato hablar en un país como el suyo. Muestran, más allá de su valor literario, el poder de la novela para condensar el mundo que habitan.

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