«El libro transparente» (1970), de Isidoro Valcárcel Medina
«El libro transparente» (1970), de Isidoro Valcárcel Medina
ARTE

Un guiño de confraternidad de Valcárcel Medina

Entre bromas, nuestro artista conceptual más irónico destaca la modernidad cervantina y su arte de prologar

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Al recibir la insólita propuesta de que escribiera algo sobre el tema, de inmediato presenté las objeciones que el sentido común requería sobre mi inadecuación para el caso; pero, al no surtir efecto, rápidamente acudí a una estantería en la que yacía el lomo impertérrito del ingenioso andante y, por no contrariar a la lógica, me detuve ya en el principio, y fui a tropezar con parecidas prevenciones y advertencias a las que yo, al teléfono, acababa de hacer.

Era lo cierto que copiar el prólogo que tan a punto me venía no dejaba de ser excesivo... Decir que su espíritu era el mío no hay duda de que resultaría pretencioso en extremo... Pero callar y seguir adelante en la lectura y en la búsqueda de inspiración hubiera sido gratuito e imperdonable: en esas primeras hojashabía ya sobrada miga para lo que un escribiente de hoy podía abordar en un plazo de cuatro días.

Tocaba, en su brevedad, tantas cosas sensatas, a la par que caras a quien ahora os habla, que hubiera parecido estúpido, si no temerario, buscar más emociones o estímulos de los que en él se hallaban.

Huelgan los apoyos

Tal vez a los que hemos leído el «Quijote» en diferentes momentos de la vida se nos pueda argumentar que su preámbulo, como suele ocurrir, es poca cosa, y más este, que sólo habla de sí.

Cervantes debió tomarlo como un débito a cumplimentar, pero en esa tarea, quizá servil, no dejó de encontrar ocasión para criticar los hábitos y las inercias editoriales con las que suele abordarse este supuesto rito de la «prefación». Es así como sobre todas destaca una cosa para muchos «entusiasmante» –en cuanto que se la combate– como es la inflación de citas, el agobio de firmas y autorías, el alarde en la nomenclatura...; y aunque pueda parecer pretencioso, Cervantes viene a deducir que sabe decir lo que otros dirían y que en la generalidad huelgan los apoyos..., a pesar de que él llega a nombrar tres decenas largas de posibles auxilios.

Esto me hizo simpatizar con la trama y acoger como mío este género del prologar cosas que son, por su propia entidad, más duraderas y profundas. Aunque a la vez he de insistir en que, para profundidades, las que aquí se contienen, aunque estén dichas a modo de chanza.

En los márgenes

En efecto, me ocupo sólo de la introducción a un texto larguísimo, que es el importante, pero nótese que también aquel autor cae, intencionadamente por supuesto, en semejante tentación: hablar nada más que de lo auxiliar. Aparte de otras muchas, me ha encantado la alusión a los márgenes y –excusen la contradicción– no he podido evitar el recuerdo de Fermat y de su teorema último, que no le cabía en los márgenes del libro que tenía entre manos.

Pues sí, como ocurre indefectiblemente con las obras clave, son muchos los momentos en los que, en lugar de leer un pensamiento antiguo, estamos viendo un ansia nueva. ¿Y por qué habría de soslayar otra cita que me parece inevitable? Dice Azorín: «Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna». No despreciemos el dato de que el amigo que le anima en su tarea, tardía y poco apetecible, le avisa de que el ser gramático no es de poca honra... en el día de hoy.

O sea que, si se me permite sobrepasar mínimamente mi territorio elegido, diré que el «Quijote», más que empezar en un lugar de La Mancha, da comienzo con un guiño de confraternidad a cada desocupado lector.

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