LIBROS

Charles Dickens: la herida incurable de nuestro común amigo

Oliver Twist, David Copperfield, Pickwick... son algunos de los dos mil hijos de Dickens. En el 150 aniversario de su muerte, repasamos también la vida de un hombre atormentado

Dickens leyendo a sus hijas Mary y Kate en el jardín de su mansión
Luis Ventoso

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Al inicio de su existencia, antes del fin del mundo que supuso la cárcel de Marshalsea, hubo para aquel niño un breve tiempo feliz y despreocupado en el pueblo fluvial de Chatham (Kent), en el Sureste de Inglaterra. Charles John Huffman Dickens tenía nueve años y caminaba una mañana con su padre, John, un tipo guapo, jovial y de cabeza muy ligera, que acabaría preso por sus deudas. Al pasar ante una mansión llamada Gad’s Hill Place, levantada a finales del XVIII por un alcalde de la vecina Rochester, John le comentó a su hijo que esa sería una casa acorde a las necesidades y estatus de un triunfador.

Treinta y cinco años después, el niño, convertido en el escritor más célebre de su era, compró a tocateja la villa y sus jardines por 1.790 libras y en ella moriría en junio de 1870, a los 58 años. Fumador desde los quince, bebedor generoso, castigado durante lustros por una gota cruel y las hemorroides, se desplomó por un ictus en el salón de Gad’s Hill para no despertar más . A ojos de los letraheridos no deja de tener su encanto que en ese mismo solar donde vivió y murió Dickens había situado antaño Shakespeare un robo del maravilloso pícaro Sir John Falstaff , un personaje que superó a su autor, cobró vida y hoy camina solo.

Gira de lecturas

Oliver Twist, David Copperfield, Little Dorrit, Pickwick, Scrooge, Little Nell... son algunos de los dos mil hijos de Dickens y también siguen respirando junto a nosotros. Personajes queridos por todos los países y clases, que todavía animan sin cesar lecturas, películas y series. Aunque genios esnobs como Virginia Woolf y Henry James lamentaban que adolecían de hondura psicológica. Si los escuchase el bullicioso vulgo del Londres victoriano, que adoraba a Dickens y compraba por las calles las entregas de sus folletines, directamente los abofetearía.

Dickens se convirtió en el primer novelista que gozó de un estatus público equiparable al de las actuales estrellas del cine y el pop. Sus giras de lecturas por Estados Unidos fueron lo más parecido a la beatlemanía antes de The Beatles . Con un físico tambaleante y prematuramente avejentado, todavía ofrecía una media de 130 conferencias anuales por todo el Reino Unido. El público reía, lloraba y se sobrecogía al escucharlo dando vida teatralmente a los pasajes más populares de sus relatos.

Estajanovista

Padre de diez hijos, sostenedor de una amante secreta y de algunos amigotes y aprovechados, él mismo calculó que soportaba unos gastos anuales equivalentes a 630.000 libras de hoy. El dinero siempre fue muy importante para el escritor, un estajanovista incansable, por una razón bien sencilla: sabía de primera mano lo que puede provocar el no tenerlo. Las pesadillas de su infancia, cuando conoció la miseria y la explotación laboral en una sórdida fábrica de betún de jornadas extenuantes, lo acompañaron toda su vida adulta. Jamás perdonó a su madre, Elizabeth Barrow, que lo abocase a aquel submundo , tan cotidiano e inevitable para la mayoritaria clase baja de entonces, pero tan lejano para lo que había prometido su cuna de chaval de clase media.

El grabado muestra la silla y el escritorio de Dickens en su casa, donde creó sus últimas obras

Dickens, hombre contradictorio, casi bipolar . Desbordaba carisma y encanto. Imitador muy dotado, gastaba un atrevido sentido del humor , a veces negrísimo (llegaba a bromear con decapitaciones y otras salvajadas violentas). Iba sobrado de energía, hasta el punto que uno de sus pasatiempos eran las larguísimas caminatas a la caída de la tarde, a veces de más de treinta kilómetros. Necesitaba la luz como el comer. Le encantaban los geranios, su flor, y odiaba las máscaras por un susto infantil. Su veta filantrópica lo llevó a fundar y gestionar durante años un hogar donde se ofrecía un futuro a mujeres rescatadas de la calle. Era un antiesclavista declarado y su defensa de los niños y de las clases bajas resultaba casi revolucionaria en la rígida Inglaterra victoriana. Fue el primer novelista de su tiempo que otorgó a un niño, Oliver Twist, un papel de protagonista (en el Londres de su época la mitad de los muertos registrados eran menores de diez años).

Desbordaba carisma y encanto, pero el novelista del pueblo era también hombre-milagro

Pero el novelista del pueblo era también un hombre atormentado, vengativo, ansioso. Muchas veces implacable en su rencor. El modo en que se separó de su mujer y madre de sus diez hijos, Kate Hogarth, llegando a tacharla de loca en una carta pública, fue infame. Pese a su amable fachada de triunfador rebosante de encanto, se trataba de un gran solitario , una criatura quebrada por dentro por las heridas profundas de su infancia (que como buen inglés de la era del «labio superior rígido» guardó bajo candado en la caja fuerte donde entonces se arrumbaba en Inglaterra toda emoción personal).

Olimpo de las letras

Dickens había preparado su muerte. Él y su amante -o mejor dicho, su verdadero amor-, la actriz Ellen Ternan , 27 años más joven que él y a la que conoció cuando tenía 45 y ella 18, quemaron su correspondencia, en una época puritana que no aceptaba una relación así. El escritor dejó estipulado que quería unas discretas pompas fúnebres en Rochester . Su voluntad solo se respetó a medias. Su funeral contó con menos de treinta asistentes, sí... Pero se ofició en la Abadía de Westminster y fue enterrado en el Olimpo de las letras, la Esquina de los Poetas, con las miradas de Milton y Shakespeare acogiéndolo. Para compensar la parquedad del oficio funerario, el deán del templo abrió la tumba al público durante dos días. De manera espontánea, el pueblo llano la inundó de flores , la mayoría arrancadas con sus manos en el camino hacia Westminster. Al final de la primera jornada, un millar de personas todavía aguardaban ante la Abadía para rendir sus respetos al hombre que había contado sus vidas, que los había entendido, o que al menos había tenido la consideración de tenerlos presentes. Paradójicamente, Dickens pudo oficiar ese milagro artístico gracias a una experiencia de su infancia que amargó el resto de sus días.

Se convirtió en el primer novelista que gozó de un estatus equiparable al de las estrellas pop

La caída tiene fecha exacta: 9 de febrero de 1824, dos días después de que cumpliese doce años. Ese día, sus padres le ordenan comenzar a trabajar en Warren Blacking , un almacén de betún a orillas del Támesis. La idea es de su madre: el niño podrá echar una mano en casa con un sueldo de seis chelines a la semana (unos 30 euros de hoy). Atrás quedaba su añorada infancia en Kent, donde iba al colegio como un niño normal. Atrás dejaba la vida rara que había llevado desde que su familia se había mudado a Londres, vagando sin propósito por lo que entonces eran lo campos de Camden; sin escolarizar, sin mucho que hacer, más que leer con compulsión todo lo que caía en su mano y curiosear por los teatros y calles de la abrumadora metrópoli. En el almacén Warren, atestado de ratas, húmedo y hediondo, el niño Dickens trabaja más de diez horas al día pegando etiquetas en botes de betún.

Negruras del alma humana

Pero la humillación todavía tendrá una vuelta de tuerca. Once días más tarde, su padre John, funcionario pagador en la Marina Británica, es encarcelado en la Marshalsea, la cárcel para morosos de Southwark, tras la denuncia de un panadero que destapó numerosos pufos más. Acorde a la costumbre de la época, cuando John ingresa en la prisión de insolventes su mujer y sus hijos se van a vivir a sus celdas con él. Solo Charles sigue fuera para mantener su trabajo, aunque debe pasar su día libre en la prisión y cena allí cada noche con su familia. En un golpe de fortuna, una herencia inesperada de una abuela permite a su padre enjugar sus deudas y salir libre. Pero su madre obliga al niño a continuar esclavizado en la fábrica de betún . Ahí nace su odio hacia ella (y también una misoginia poco disimulada).

Dickens, que en cierto modo se educó a sí mismo, es un hombre-milagro. Tras librarse del betún vuelve un par de años al colegio y a continuación lo emplean como pasante de un abogado. Bajo el seudónimo de Boz empieza a escribir croniquillas parlamentarias como freelance de prensa y algunos relatos. Con solo 24 años, despega con un serial titulado Los papeles del Club Pickwick . De la última entrega se despachan 40.000 copias. Está naciendo el mito.

Sus críticos le achacan un exceso de sentimentalismo, anclado en unos estereotipos superficiales. Pero el público, juez definitivo, siempre sucumbirá a su humor, compasión y conocimiento de primerísima mano de las negruras del alma humana. Nuestro común amigo sabía lo que se hacía.

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