«Adán y Eva» (1932), de Tamara de Lempicka
«Adán y Eva» (1932), de Tamara de Lempicka
DESDE LA OTRA ORILLA DEL ATLÁNTICO

El benéfico convento

Qué triste destino el de ser mujer en épocas precedentes en que era imposible alimentar un rayo de felicidad

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La mujer es un tema eterno. Cualquiera que sea la época en que haya estado inmersa, desde la extravagante versión de responder por la pérdida del paraíso al haber impuesto al débil Adán la manzana del pecado, episodio de rebeldía que Dios jamás perdonó, hasta haber sido víctima de las interpretaciones más contradictorias y malintencionadas sobre su desempeño histórico.

Dicho esto, es fácil concluir que ser mujer y corresponder a los ideales que su figura lírica, corrupta, dama del mal, diva de la lujuria, guardiana del hogar, siempre ha inspirado, nunca ha sido fácil. Y pese a que haya sido tan difícil definir su papel en la formación de las sociedades humanas, o deshacer el dudoso velo de misterio en torno a ella, quizás hoy sea posible reunir las consideraciones que le hagan justicia y reconozcan los terribles sacrificios que le han sido impuestos en todas las épocas.

Al consultar las fascinantes páginas de la historia precedente, destaco las épocas en que era imposible que la mujer alimentase un mínimo rayo de esperanza que le diese la oportunidad de ser feliz. Sin duda, periodos ingratos en los que había razones para que la mujer huyera despavorida del hogar sin mirar atrás. Para atravesar el puente levadizo de cualquier morada y no regresar nunca más. Para ser capaz de eliminar del corazón las figuras del padre, de la madre, de los recuerdos que la encadenasen. A partir del siglo XV, refugiarse en los conventos, que constituían un cierto territorio ideal, era zafarse de las garras de un destino que le robaba las ganas de vivir. Aunque cruzar el umbral de ese nuevo hogar significase privarse para siempre de los banquetes de la carne, de las algarabías de las festividades saturnales, entregada a un régimen de carencias y escasez. Cuando por la noche, después de la sopa aguada, el pan y las oraciones interminables, se recogiera en una celda en cuyo catre fortificaría su fe deshaciéndose en lágrimas, sin el consuelo de rozarse con un cuerpo ajeno. Aun así, para muchas mujeres, vivir en el convento suponía librarse de servir a un señor prepotente y cruel que prácticamente la encerraba en el serrallo como a una esclava. Significaba huir de la fatalidad de parir un hijo cada año y morir antes de los veinticinco años, como ocurría incluso con las reinas.

Debo confesar que me solidarizo con las mujeres de aquellos siglos difíciles. Comprendo sus decisiones, sus cuestionamientos. Yo también las habría imitado en caso de haber nacido en tiempos en que me hubieran condenado al destierro, impidiéndome resollar, caminar por dónde fuese, tomar opciones vitales. ¡Lo que hubiera pagado yo por sentir el placer del delirio del espíritu y de la carne, por escabullirme del trágico mundo que me ofrecían por el simple hecho de haber nacido mujer! Sólo que yo, de hecho, si pensase que jamás iba a salir de aquel convento siniestro dispuesto a roerme las entrañas para que no sintiera la fuerza del deseo, reaccionaría. Y llevada por la pasión de la aventura, en vez de internarme en un monasterio, huiría de la casa familiar vistiendo atuendos masculinos, simulando ser quien no era. Antes, sin embargo, me habría precavido de la realidad que había fuera del calor del hogar. Así, a escondidas, mientras ahorraba poco a poco las monedas que me permitiesen subsistir, me habría entrenado con la espada, una herramienta indispensable para la aventura que estaría a punto de iniciar.

Y tomaría otras precauciones, como cortarme el pelo, actuar como hombre y adoptar gestos masculinos, todo lo que en definitiva me librase de la apariencia del fardo de ser mujer. De manera que, después de robar tesoros familiares y escoger un caballo de confianza, cabalgaría adentrándome por el bosque europeo hasta hospedarme en la misma posada en la que la reina Cristina de Suecia, en la película, se ve obligada a compartir habitación con el embajador español, acabando por establecer con él una relación apasionada. Si bien, conmigo no sería así. Pues ¿cómo iba yo a ceder a los impulsos de semejante amor si justamente estaba huyendo del poder marital, de la posibilidad de tener hijos, de ser devuelta al castillo del que me había escapado?

Dispuesta a proseguir y enfrentarme a contratiempos, debería perfeccionar el arte de ser macho. Con la fe de alcanzar en el futuro el paraje utópico en el que volviese a ser una mujer libre, libre de simular un sexo que nunca fue mío. Sólo que viéndome de nuevo presa de una sociedad que no me dejaría en paz, quizás debiese retomar otra vez mi disfraz y poner rumbo a Jerusalén.

Sin consultar el mapa tomaría el barco para atravesar el Mediterráneo y desembarcaría no lejos de Tebas, donde me ampararía en una cueva en la que otrora habitaron los padres del desierto del siglo IV. Aquellos santos cuyas tramas me arrebataron tanto. En ese refugio, evitando ser identificada y que descubriesen que soy Nélida, mojaría el pan duro en las aguas turbias de cualquier poza para saciar el hambre. Me convertiría, sin querer, en un infeliz ermitaño abismado por el desierto, cuando lo que pretendía era únicamente ser una mujer libre ansiosa por contemplar Jerusalén.

Y ya en las cercanías de las murallas, rodeada por sarracenos, envuelta en batallas que no serían mías, temería que descubrieran que era mujer. Por tanto, sujeta al estupro, a ser encerrada en una tienda de la que no saldría sin el consentimiento del amante. No volviendo jamás a disfrutar de la aventura, por ejemplo, de amar a quién quisiese y de huir a Magnolia en cuanto se acabase el amor. En cualquier caso, queridos lectores, qué triste destino era el de ser mujer.

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