Juan Manuel de Prada (al fondo) y Santiago Alba Rico, autor de «Ser o no ser (un cuerpo)», editado por Seix Barral poco antes de comenzar la conversación en Madrid
Juan Manuel de Prada (al fondo) y Santiago Alba Rico, autor de «Ser o no ser (un cuerpo)», editado por Seix Barral poco antes de comenzar la conversación en Madrid - Ignacio Gil
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Alba Rico: «Mi obligación como persona de izquierdas marxista es revisar mi propio legado, discutirlo»

Con motivo de la publicación de «Ser o no ser (un cuerpo)», de Santiago Alba Rico, Juan Manuel de Prada conversa con el escritor. La divergencia ideológica no es obstáculo para el encuentro y la amistad

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Uno de los grandes temas de «Ser o no ser (un cuerpo)» es el desajuste que se produce entre lo que llamas el cambio darwiniano y el cambio lamarckiano, y los problemas que tal desajuste, que atribuyes al capitalismo, genera al ser humano. A mi modo de ver, tal desajuste sería la consecuencia inevitable del espíritu hegeliano, según el cual todo está en perpetuo cambio de estado y de progreso, lo cual choca contra la estable realidad antropológica. A mí tu teoría me parece perfectamente cristiana. El progreso, decía Chesterton, altera las almas para adaptarlas a las condiciones, en lugar de alterar las condiciones para adaptarlas a las almas.

Sin embargo, al mismo tiempo se podría decir que entre la visión hegeliana y la visión cristiana podría decirse que existe cierta coincidencia en la visión del tiempo como una linealidad progresiva.

En el caso del cristianismo hacia la Parusía, el Juicio Final, el retorno de Cristo; en el caso hegeliano, hacia la autorrealización del Espíritu. Quiero decir que, en la visión cristiana, los actos de los seres humanos están anticipando, aunque sea lentamente, ese retorno de Cristo. En el concepto hegeliano de la Historia que yo critico se aumenta la distancia entre el lugar donde vivimos, con nuestras formas de vida más o menos fijas, y el lugar donde se deciden cada vez más deprisa nuestras vidas. En este sentido, me parece enteramente legítimo que opongas el cristianismo al capitalismo como vector de aceleración de la Historia. Sin embargo, me gustaría precisar que no es que no haya habido cambios en 40.000 años; no ha habido cambios en nuestra estabilidad biológica, de tal modo que el mismo cuerpo que se acuclillaba en las cavernas de Altamira sea el que hoy se sienta en un tren de alta velocidad. Ha habido, sin embargo, una serie de cambios que tienen que ver con el lenguaje, con la cultura, con el trabajo, con los medios de producción y, finalmente, desde luego, con la tecnología. El problema es que ha habido una aceleración muy fuerte: esa aceleración yo la identifico con eso que llamamos Historia con mayúsculas, que tiene que ver con el concepto de progreso, que es perfectamente legítimo refutar o denunciar desde el cristianismo. Yo lo hago desde otro lado: lo hago, por ejemplo, desde Walter Benjamin, o desde Lotze, que fue uno de los primeros que puso en cuestión la idea de un progreso continuo hacia lo mejor. Y yo creo que el cambio cultural lamarckiano, acelerado por el capitalismo, nos introduce hoy en un horizonte de catástrofe permanente.

Hay un momento en el libro en que dices que ciertas ideas que sostienes ya sólo las defienden los perroflautas de izquierdas y los cristianos trasnochados. Por supuesto, el cristianismo no defiende tampoco un «hombre inmóvil»; por el contrario, la misión del hombre es el dominio justo de la Naturaleza, que implica avanzar en el conocimiento de la realidad. Pero el dominio justo de la Naturaleza no incluye su expolio, ni tampoco el expolio del hombre.

Me parece evidente que en esa denuncia coincidimos plenamente.

¡Pero no dejas de deslizar en el libro veniales insidias contra el cristianismo! Por ejemplo, cuando te refieres a los «mitos de multiplicación» para explicar el alma del capitalismo, mencionas el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, que en realidad es… ¡una refutación del capitalismo! Pues se trata de una multiplicación hecha desde la fraternidad, desde lo poco que se tiene… Lo que nos enseña este milagro, de claro sentido eucarístico, es que con muy poco se puede alcanzar a repartir entre muchos. Frente al capitalismo, que se fundamenta en la multiplicación exponencial de los bienes, hasta hacerlos inservibles y banales, y hasta convertirnos a nosotros mismos en algo inservible y banal, el milagro de los panes y los peces nos muestra una «economía» del reparto.

Sin embargo, yo distingo muy bien entre las utopías de los pobres y las utopías de los ricos. Las utopías de los pobres siempre han tenido que ver con la cornucopia, con una abundancia soñada, con las mesas que se ponen solas en los cuentos de los Grimm y se llenan de alimentos. Yo soy un cristiano sin Dios, permíteme esa licencia. Y creo que el mito -perdón, el milagro- de los panes y los peces es una clara utopía de pobres que tiene que ver con la multiplicación. Aunque, por supuesto, con la multiplicación de cosas concretas y necesarias que van a ser inmediatamente consumidas. Nada que ver, pues, con la multiplicación que propone el capitalismo, que es una multiplicación banal que impide que contemplemos las cosas como algo singular, apreciable y valioso en sí mismo. Ni las cosas, ni las montañas, ni los seres humanos.

«Es complicado para mí usar la palabra alma, pero reconozco que es muy difícil evitarla para expresar ciertas cosas»

Me ha sorprendido que en tu libro apenas hables del alma. Sin embargo, me parece que en todo momento, cuando hablas del hombre, te refieres a un ser espiritual. Pones mucho énfasis, por ejemplo, en el material genético que compartimos con la mosca o el chimpancé, hasta das porcentajes y señalas que apenas nos distinguimos de un mono en un 2 por ciento de nuestro material genético. Pero, ¿cómo llamar a ese 2 por ciento restante? La necesidad de «caer en otro cuerpo», de amar y ser amados, la compasión… ¿No son expresiones de nuestra condición de seres espirituales?

A ese 2 por ciento tú lo llamas alma; yo lo llamo cuerpo, por oposición a la carne. Y defino el cuerpo como «esta chapuza que combina la carne con el lenguaje y con otros vectores de fuga». La palabra «alma» me fascina, pero es difícil usarla para quien como yo procede de una formación marxista. Reconozco, sin embargo, que es muy complicado evitar su mención para expresar ciertas cosas. Es muy difícil entendernos sin esa distinción entre cuerpo y alma, que es platónica antes que cristiana. Antes te referías a la eucaristía, palabra preciosa donde las haya. Todavía los griegos, para decir gracias, dicen «ευχαριστώ», que es exactamente la misma raíz. Y esto de dar las gracias es muy importante. Tú lo canalizas a través de tu fe. Yo hace poco leía un poema de Erri De Luca que me gusta mucho, titulado «Valores», y entre los muchos valores que cita se refiere a la gratitud sin motivo. Yo estoy a favor de la gratitud sin motivo; yo estoy, por ejemplo, a favor de agradecer los alimentos, agradecer las caricias, agradecer los afectos. Para mí esto es la eucaristía. Y es una hermosa palabra, porque tiene que ver, en afecto, con una larga historia, con el buen crisma, con el aceite bueno mediante el cual Dios reconocía a los suyos, o proyectaba sobre determinados cuerpos una gracia especial. Yo creo, por un lado, que hay que dar las gracias y por otro creo que hay objetos y también sujetos depositarios de una gracia especial.

Todos tus libros tienen algo de acción de gracias hacia esos objetos y sujetos depositarios de una gracia especial. En «Ser o no ser (un cuerpo)», sin ir más lejos, estás constantemente dando gracias, o invitando a darlas, por la posibilidad de una vida humana en medio de un mundo que atenta contra ella. Esto hace que tus libros resulten muy atractivos para un cristiano. Por ejemplo, tu diatriba contra los «hombres solteros» (entendiendo por hombre soltero no sólo aquel que es célibe, sino el hombre individualista, el hombre que es infecundo hacia otros hombres) es plenamente cristiana. En este libro vuelves a denunciar todas aquellas formas de explotación que nos van convirtiendo en individualistas. Esa visión antropológica no diré que sea estrictamente cristiana, pero sí es, desde luego, una visión que los cristianos podemos abrazar sin ningún problema.

Por eso cuento con que muchos cristianos, entre otros tú, se sumen a esta lucha contra un capitalismo que disuelve los lazos y nos vuelve a todos un poco solteros, en el sentido de sueltos, sin enganche, sin compromiso. El compromiso creó uno de los nudos centrales, reales, antropológicos, que permiten la supervivencia humana. Y me hago una pregunta: ¿tú crees que es posible que cristianos y no cristianos hagamos un frente común contra esta disolución de lazos que alienta el capitalismo?

Yo creo que sí existe esa posibilidad, pero es una posibilidad muy difícil. Por un lado, los marxistas tenéis una especie de mito constitutivo de que los altares tienen que ser arrasados, la idea de que la religión es el opio del pueblo está metida en vuestro ADN ideológico. Y por otro lado los católicos, por razones históricas evidentes, sienten que sólo la derecha va a protegerlos frente a los marxistas que arrasan los altares. Esta evidencia histórica, sin embargo, ha acabado produciendo una terrible contaminación ideológica en el ámbito católico, que ha acabado por aceptar soluciones antropológicas, políticas o económicas anticristianas. Lo he notado en mis propias carnes, con artículos sobre la «cuestión social» que han sido calificados de marxistas y en los que no hago sino reproducir textos de Papas. Si desde ambos ámbitos nos desprendiésemos de ciertas adherencias y falsedades, no dudo que podríamos construir cosas juntos. Pues, como ha señalado hace poco el Papa (y esto enseguida se aprovechó desde la derecha para ponerlo a caldo), una persona de izquierdas puede identificarse en gran medida con muchos aspectos de la doctrina social de la Iglesia. Desde luego, mucho más que un defensor a ultranza del capitalismo real. Digo «capitalismo real» porque, si nos dicen que capitalismo es la posibilidad de que agentes libres concurran en un mercado, tú y yo estaríamos de acuerdo con este capitalismo. Que un agricultor cultive sus lechugas, las lleve al mercado y haya una señora que las compre, porque son mejores, más frescas y jugosas que las lechugas de otro puesto, nos parece bien a ambos. Pero esto nada tiene que ver con el capitalismo real. ¿Tú dónde situarías los problemas de entendimiento entre cristianos y marxistas?

Bueno, es que prácticamente me has dicho que nuestro mito fundacional es la quema de iglesias… Yo ahora podría acusar: «Y vosotros, los cristianos…». No lo voy a hacer, porque tú has desactivado esa abusiva homogeneización del mundo católico hablando, por ejemplo, del malestar que entre algunos católicos provocan tus propios artículos. Yo te diría, te recordaría también, que algunos artículos míos en defensa del Papa han producido mucho malestar en sectores de izquierda que yo no reconozco como afines ni como razonables en ningún sentido. Creo que es muy importante centrarse en lo que has dicho al final, recordar que el mercado con minúsculas, ese donde finalmente alguien aporta sus lechugas y las cambia por una tetera de barro es a la vez cristiano y comunista. Y aquí tiene razón el Papa cuando dice que lo que los comunistas proponen suena muy cristiano. Entonces, ¿cuál es la cuestión que nos diferencia? Yo creo que en la larguísima historia del cristianismo, que está también llena de meandros, de retrocesos, de Papas más o menos avanzados o más o menos fieles al mensaje de Cristo, de abusos (y abusos además de clase) que han generado mucho malestar, no entre los marxistas, sino entre las clases desfavorecidas, que eran las que naturalmente debían ser destinatarias del Evangelio. Y ahí sí hay otra afinidad terrible entre la historia del cristianismo y la del comunismo, que es la que señala Daiarmaid MacCulloch en su «Historia de la cristiandad»: nadie ha matado más cristianos que el cristianismo, y nadie ha matado más comunistas que el comunismo. Porque, en efecto, también el estalinismo y otras malformaciones del comunismo han ido alejando a las clases desfavorecidas.

«Respecto a la tecnología, siempre he sido muy apocalíptico. Pero ahora soy algo así como un integrado resignado»

Es evidente que en los siglos XIX y XX, para conjurar el peligro del comunismo, la Iglesia se «alió» primeramente con el liberalismo y luego con la democracia, con resultados penosos; pues sus presuntos «aliados» acabaron empujándola a los márgenes, como ahora se ve. Un escritor al que yo admiro mucho, Leonardo Castellani, poco sospechoso de simpatías comunistas, afirmaba que una de las raíces de la Guerra Civil era la injusticia social. Y que esa injusticia había sido en muchos casos causada por aquellos que luego más vociferaban «¡Guerra santa, guerra santa!». En efecto, una parte del pueblo español se puso a odiar a Dios porque percibió que la Iglesia amparaba a quienes los habían empujado a la miseria. Pero creo que hay que distinguir entre ese error de ciertos sectores eclesiásticos y un odio sistemático alentado desde las estructuras de poder comunista, que mató católicos por el mero hecho de serlo, aunque se hubiesen significado por su amor a los pobres. Todavía hoy ese odio subsiste, bajo formas menos brutales, en algunos sectores de la izquierda.

Igual que creo que tu misión y tu obligación, como católico que eres, es la de criticar tu propio legado y dirigirte a los tuyos para volverlos más razonables, mi obligación como persona de izquierdas marxista es también revisar mi propio legado, discutirlo y criticarlo, y creo que, en ese sentido, es verdad que la izquierda no ha comprendido que debería buscar alianzas allí donde las encuentre, y desde luego, uno de los lugares privilegiados para encontrar esa alianza es el cristianismo. Pero yo, obviamente, distingo entre el Opus Dei y la Teología de la Liberación; o entre Chesterton y Torquemada…

Hombre, la cuestión es si podrías aceptar, junto a Chesterton, a Donoso Cortés.

A Donoso Cortés me gusta mucho leerlo: sus críticas del liberalismo no sólo son acertadas, sino también sonoras y retóricamente brillantes. Pero aquí tendríamos que hacer una lista unos y otros de a quienes aceptamos, y lo de las listas siempre es muy peligroso. Lo que sí creo, en todo caso, es que allí donde hay dos personas como tú y como yo, que procedemos de formaciones muy diferentes y combatimos la destrucción de los vínculos entre los seres humanos, hay acuerdos posibles.

Hay momentos en tu libro en que un cristiano suspicaz podría considerar que incurres en cierto fatalismo, pues niegas la acción de la gracia sobre la naturaleza. Crees que Falstaff puede llegar a ser Robin Hood, pero no un santo. Y cuando hablas de la distancia entre el lugar en el que vivimos y el lugar donde se toman las decisiones alertas contra las utopías que han querido anular esa distancia, dando por hecho que las decisiones de los que mandan nunca van a estar dictadas por el bien común.

Esa crítica, en efecto, la dirijo a mis compañeros marxistas, correligionarios en este caso en el sentido de que tan religiosa es la visión vuestra del salto de la naturaleza a la gracia como esa otra visión marxista que yo critico, que es la del salto de la naturaleza a la libertad más allá de la Historia. Y esa crítica, además, la hago apoyándome en Terry Eagleton, un filósofo inglés marxista y católico, que alerta frente a la pretensión revolucionaria, a su juicio idealista y peligrosa, del «salto a la libertad», pues entiende la política como un «desplazamiento en el interior de la naturaleza». Y eso lo defiende no frente a los católicos que creen que hay un salto de la naturaleza a la gracia, sino frente a sus compañeros marxistas. Yo también creo cada vez menos en ese salto. Tú, que has escrito una novela magnífica sobre Santa Teresa, tienes que creer que hay un posible salto individual, puesto que la gracia se otorga individualmente, aunque la posibilidad de salvación, según el cristianismo, se dé para el conjunto de la humanidad. Pero en todo caso sería un salto individual, mientras que el salto marxista que yo critico es colectivo.

Pero es que ese salto marxista al que te refieres es, en realidad, una pretensión de endiosamiento, un «asalto a los cielos», mientras que la acción de la gracia en la que cree el cristiano es un abajamiento de Dios. El que pega el salto es Dios, para acompañar la frágil naturaleza humana. Y la gracia divina interviene constantemente sobre nuestra pobre naturaleza. El hecho de que haya surgido entre nosotros una amistad tan hermosa tiene que ver con la gracia.

Es lo que yo llamo la «prueba narrativa» de la existencia de Dios. Dios no puede sustituirse como exclamación en momentos fundamentales de la vida de un ser humano. Frente a la belleza, frente al cuerpo que amas, frente a la amistad, necesitas invocarlo. Hasta el muy taurino «¡olé!» puede que derive del Alá musulmán. Para expresar admiración, para quedarse con la boca abierta, los ateos no tenemos una palabra equivalente. Estoy dispuesto incluso a llamar Dios, sin creer en Él, al hecho de que tú y yo podamos sentarnos en una mesa juntos y discutir sobre todo esto, incluso ser grandes amigos y tenernos muchísimo afecto. Tú lo ves como una intervención divina. Yo llamaría al resultado como quieras, pero no como una causa. Todos deberíamos aprender lo que significa (sea Dios la causa o el resultado) que dos personas que proceden de realidades muy distintas se puedan poner a discutir. Recordando a nuestro querido alcahuete Chesterton, una pelea puede producir una discusión. En cambio, ¡cuántas discusiones fecundas se han perdido porque se han convertido en peleas!

«Allí donde hay dos personas como tú y como yo, que procedemos de formaciones muy diferentes y combatimos la destrucción de los vínculos entre los seres humanos, hay acuerdos posibles»

Bueno, ya sabes que en «La esfera y la cruz», Chesterton contaba cómo el régimen político vigente, muy moderadito, se esforzaba en evitar que un ateo y un católico se peleasen, pues sabía que esa pelea podía convertirse en una confabulación. (Risas). En otro momento en tu libro, te muestras crítico con la tecnología. Pero luego te retraes en la crítica, como temeroso de que los tecnólatras se abalancen sobre ti. ¿Es que aceptas que los avances tecnológicos son inevitables? Más allá de que la fisión del átomo sea un avance irreversible, podemos evitar construir armas atómicas.

No es temor a que los tecnólatras se abalancen sobre mí. No es tampoco fatalismo, sino una cierta resignación. Umberto Eco hablaba de apocalípticos e integrados. Yo siempre he sido muy apocalíptico, como tú mismo; pero ha llegado un momento en que a lo mejor la paternidad me ha hecho resignarme a una cierta integración. Soy algo así como un apocalíptico reprimido o un integrado resignado. Y en el sentido de la tecnología, lo que explico en el libro es que es muy difícil retroceder de formatos tecnológicos que se han incorporado antropológicamente a la propia organicidad humana. Lo trágico es que, así como es muy fácil que bajo la época de la crisis capitalista se retroceda en derechos sociales y en derechos laborales, las adquisiciones tecnológicas sólo son reversibles a través de catástrofes apocalípticas. En efecto, sabemos cómo fabricar una bomba atómica; hay que saber, entonces, cómo gestiona políticamente la humanidad ese conocimiento hasta que llegue para ti la Parusía o para mí el fin del mundo. Lo temible es que quienes lo gestionan sea un grupo de chiflados, de mafias y tribus desatadas, y tanto más cuanta menos democracia hay, o cuantos menos derechos tienen los seres humanos para proteger sus cuerpos.

En diversas ocasiones te refieres en «Ser o no ser (un cuerpo)» al «patriarcado», adoptando posiciones que podríamos denominar «feministas». Exaltas a la mujer, y no sólo a la mujer sexuada, sino también al hombre que sabe ser madre, frente a ese «hombre soltero» sobre el que se sostiene un modelo político, económico y social destructivo antropológicamente. Pero lo que tú reclamas es exactamente lo contrario a lo que pretende el feminismo hegemónico, que es más bien que la mujer se convierta también en el «hombre soltero» del que tú abominas. En este sentido, me ha chirriado tu interpretación del «episodio de la manzana» del Génesis. Primeramente, porque no te refieres al pecado original. El único modo en que el narrador bíblico puede hacernos entender el pecado original consiste en que lo asociemos a la generación humana; de ahí que Eva tenga un papel protagonista. No se trata de una condena «patriarcal» de la mujer, sino del modo más gráfico de explicar la naturaleza del pecado original. Por otro lado, también escamoteas el pasaje en que Dios pone eterna enemistad entre la serpiente y la mujer, entre el mal y la mujer, entre todo lo que nos destruye antropológicamente y la mujer. Creo que el episodio del Génesis lo que en realidad hace es poner a la mujer en el centro mismo de la salvación humana, convirtiéndola en bastión contra la ruina antropológica.

Entiendo que consideres que mi interpretación es una falsificación del episodio del Génesis, porque veo en ti una voluntad feminista enorme… Pero todo lo que tú, como cristiano feminista, buscas en la «Biblia» yo lo encuentro más fácilmente fuera. Dicho esto, creo que cuando hablas de feminismo cometes una reducción abusiva. Del mismo modo que hay muchos catolicismos y tú representas uno de ellos, del mismo modo que hay muchas izquierdas enfrentadas, también hay muchos feminismos reñidos entre sí. Hay un feminismo antiesencialista que abomina de la maternidad y que considera que la maternidad es uno de los eslabones del sometimiento patriarcal. Pero hay otros feminismos: un feminismo de la igualdad, un feminismo de los cuidados, un ecofeminisimo representado por mi amiga Yayo Herrero que en cambio insisten en que la única manera de acabar con el patriarcado es apropiarse consciente y responsablemente de la reproducción, y por tanto de la maternidad. Y hay un feminismo en el que yo me reconozco, que quiere desfeminizar los cuidados y desmasculinizar la política y el poder.

Sin embargo, lo cierto es que hombre y mujer han «descuidado» los cuidados para «masculinizarse» ambos y pasar más tiempo en el parlamento que en casa, en lugar de llevar el parlamento a casa. Chesterton se dio cuenta de que esto iba a ocurrir hace un siglo; y así ha sido, en efecto. El feminismo, a mi modo de ver, está contribuyendo a alejar el lugar donde vivimos del lugar donde se toman las decisiones. ¿Y qué es lo que nos hace fuertes frente a ese Jerjes devastador que está destruyendo los vínculos humanos? Pues dejar de ser «hombres solteros», convertirnos en hombres y mujeres que den prioridad a los cuidados, que es la forma más elemental de política. Abandonar el individualismo (que también se alimenta en la lucha de sexos) y reconstruir nuestra fortaleza antropológica. «Hombres solteros» como Hillary Clinton no es lo que necesitamos.

«Hay un feminismo en el que yo me reconozco, que quiere desfeminizar los cuidados y desmasculinizar la política y el poder»

Es que alguien como Hillary Clinton representa precisamente el feminismo que tú y yo rechazamos. Pero hay un feminismo que es antiliberal y que defiende los vínculos. Dicho lo cual, he de señalar que el único Chesterton al que no acompaño es el Chesterton antifeminista, el Chesterton que está en contra del voto femenino y contra el aborto.

Chesterton no está contra el voto femenino, sino a favor del voto familiar, instrumento que haría mucho más fuertes a los débiles. El voto familiar sería una formidable arma contra el individualismo y un fortalecedor de los vínculos humanos. Y sospecho que si el voto fuese familiar la que impondría su cordura sería la mujer; y sería un voto más atento a los cuidados. Este era el voto que quería Chesterton, quien por supuesto estaba en contra del aborto. Pero tú mismo hablas en «Ser o no ser (un cuerpo)» de los que son contemplados con una desdeñosa «visión cenital», como desde un avión. Hay una frase escalofriante de Orson Welles en «El tercer hombre», cuando él y Joseph Cotten están montados en la noria, y dice, apuntando a la gente que se mueve por el Prater: «¿Víctimas? No seas melodramático. Mira ahí abajo. ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse?». Efectivamente, la visión cenital deshumaniza a los más débiles, a los que podemos bombardear tranquilamente. Pero en el aborto hay también una visión cenital, que ve en una vida gestante un amasijo de células, puntitos negros como los que veía Orson Welles. En tus libros hay amor a la procreación, hay una exaltación de los cuidados con que criamos a nuestros hijos. No entiendo que no puedas acompañar al Chesterton que está contra el aborto. Por supuesto, puedo entender que no quieras que tener un hijo sea una condena para una mujer; pero, sinceramente, creo que deberíamos luchar por una sociedad en donde una mujer no esté condenada por quedarse embarazada.

Yo quiero luchar por una sociedad en que todos los hijos, todas las gestaciones sean deseadas y queridas. Una sociedad en la que haya condiciones para que las mujeres puedan decidir si quieren tener hijos y cuándo. Una sociedad en la que no se conviertan, sobre todo en determinadas clases sociales, en cuerpos sin imagen, en cuerpos abandonados, en cuerpos despreciados y en cuerpos que finalmente se sacrifican, a veces en nombre de la lucha por la vida y del cristianismo. Pero esto nos va a llevar lejísimos.

Antes decías que la mujer debe apropiarse de la reproducción y la maternidad. Pero no me parece muy marxista esta concepción tan absolutista de la propiedad. Creo que esa vida también tiene una función social; y por lo tanto creo que socialmente hay que apoyarla. Entre otras razones, porque si esa vida gestante recibe cuidados, hará más fuertes a sus padres. El día en que dejemos de ver la vida gestante con una «visión cenital», el día en la acojamos y protejamos, seremos más fuertes contra quienes quieren destruir los vínculos.

Dos cosas. La primera es que no creo que sea justo con las mujeres el decir que tienen una visión cenital del aborto; la tenemos los hombres, en todo caso. Para una mujer, abortar es una tragedia total. No vive su embarazo, no ve su gestación del embrión humano como un piloto de un B52 el blanco. Lo vive y lo ve como una tragedia personal…

»En el aborto, ¿quién decide? ¿El Estado? ¿La Iglesia? ¿La mujer? Con todas las dificultades que esto tiene, creo que tiene que decidir la mujer»

Yo no he dicho que esa visión cenital sea de la mujer. Es de las ideologías abortistas. Pero apelar a la tragedia es algo peligroso. Tú mismo hablas en tu libro de formas de compasión perversas que son instrumentos del poderoso para sentimentalizar sus abusos.

Y luego otra cosa: creo que lo que no podemos ignorar tampoco en la izquierda es una cuestión muy importante. Imagina que la vida humana se reprodujese en vasijas de barro, que no hubiese vientres femeninos. Si de pronto la casa Monsanto quisiera quedarse con las vasijas de barro, tú y yo nos rebelaríamos contra quienes pretenden privatizar las vasijas en las que se reproduce la vida humana. Pero resulta que la vida humana se reproduce en el vientre de las mujeres, y entonces… ¿quién decide? Hace ya mucho tiempo que todos, incluida la Iglesia, reconocimos que las mujeres son seres humanos libres y responsables. Por lo tanto algo tendrán que decir en todo esto. ¿Quién decide? ¿El Estado? ¿La Iglesia? ¿La mujer? Con todas las dificultades que esto tiene, yo creo que tiene que decidir la mujer.

Bueno, también tendría que decir algo el hombre con quien ha concebido. Y no estaría del todo mal que ambos se metieran en el pellejo de su hijo gestante. Tampoco estaría mal que las instancias políticas y las leyes tratasen de mitigar esa «tragedia», para que sólo fuese un «drama» con final feliz. La decisión exclusiva de la mujer es, como te decía, una expresión de liberalismo extremo que desaprobaríamos en un propietario de una obra de arte que decidiese destruirla unilateralmente, porque cuidarla le produce muchos gastos. Y una vida humana tiene más valor que una obra de arte. Las tragedias no creo que se deban resolver con otras tragedias. También las corrientes migratorias son una tragedia; y una manera de resolverlas tan drástica como el aborto consiste en cerrar las fronteras a cal y canto. No creo que te guste esta solución.

Para Europa no sería ninguna tragedia permitir entrar a un 2,5 por ciento de los refugiados del mundo, la mayor parte de los cuales vienen de países con un nivel mucho más bajo y mucho menos territorio. Para una mujer sí que es una tragedia humana, individual, privada, el aborto. Precisamente porque la vida humana nos introduce en un terreno en el que todo son dificultades, precisamente porque alguien tiene que decidir, yo me fío más de la mujer, con todo el coste que eso pueda tener. Entiendo perfectamente tu posición, pero yo no soy católico y creo que allí donde la vida humana se reproduce no en vasijas sino en vientres femeninos, son las mujeres prioritariamente quienes tienen que decidir.

«La izquierda debe reflexionar sobre muchos temas, y debe abordar también el problema del aborto planteando bien las dificultades que entraña»

Por otro lado, nada interesa más al capitalismo que la conversión de las mujeres en «hombres solteros»; y el aborto en particular, como el antinatalismo en general, son instrumentos maravillosos para esa conversión. ¿Quiénes son los mayores promotores del antinatalismo en el mundo? Rockefeller, Gates, Soros. Todos ellos… ¡unos tipos muy comprometidos con la clase obrera y con el feminismo que defiendes!

Yo conozco a multitud de mujeres feministas que están a favor de la maternidad y que han abortado, que son todo lo contrario de solteras. No creo que se pueda establecer tan fácilmente esa ecuación entre aborto y feminismo funcional al capitalismo. Creo que la izquierda debe reflexionar sobre muchos temas, y debe abordar también el problema del aborto planteando bien las dificultades que entraña. Hay personajes como el presidente de Ecuador, que es anticapitalista y antiabortista… Sin ese recurso de facilidad, sencillamente yo soy dueño de mi cuerpo, porque allí donde mi cuerpo se lo pueda llevar el viento, será el viento el dueño de mi cuerpo, o el tiempo dueño de mi cuerpo, o la enfermedad el dueño de mi cuerpo: somos escasamente dueños de nuestros cuerpos. Mi libro trata de eso, de dependencia, somos cuerpos dependientes. Creo que, para abordar este tema, para llegar a la conclusión de que es la mujer como sujeto libre y responsable la que debe decidir, en todo caso hay que plantear mejor los presupuestos de la discusión. Así que tendremos que seguir discutiendo…

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