Karl Lagerfeld y su rediseño de la botella de Coca-Cola Light
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Capitalismo artístico

Bienvenidos a la «transestética». En ella estamos instalados, según Gilles Lipovetsky y Jean Serroy. Más que apoderarse del arte, el capitalismo -aseguran- lo ha deglutido. Todo es negocio

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Tras liberarse de los antiguos poderes religiosos y aristocráticos, el arte y la cultura, en general, adquirieron, a lo largo del siglo XX, una libertad e independencia casi total, al menos en el plano creador, pues en el económico surgió otra dependencia nueva: la de las leyes del mercado. Mientras se disfrutaba de ese tiempo de utopía, el mundo capitalista fue construyendo un arte comercial basado en los mismos principios que el sistema político-económico: beneficio, ventas, consumo inmediato. El valor espiritual de la obra y su trascendencia iban a ir quedando, cada vez más, relegados a un segundo plano.

Para Lipovetsky y Serroy, autores de La estetización del mundo, hemos llegado a la era de lo que denominan transestética.

Es decir, una cuarta edad de estetización del mundo: la artistización ritual, la estetización aristocrática, la estetización moderna y, por último y hasta ahora, la era transestética.

La era transestética mezcla diseño-«star system», cultura-«show business»

Esta nueva era está inmersa en la creación-producción-comercialización-comunicación de los bienes materiales que constituyen los grandes mercados: es decir, el capitalismo puro. El capitalismo artístico (y que nadie entienda que los dos autores franceses o yo mismo lo comentamos en un sentido peyorativo, sino desde una realidad asentada) crea también sus propios mercados, estilos, tendencias, modas, siguiendo el mismo ritmo que la industria de cualquier producto manufacturable. El único fin es el comercial. «Lo que triunfa ahora es el arte para el mercado», señalan Lipovetsky y Serroy.

La era transestética mezcla diseño-star system, creación-entretenimientos, cultura-show business, arte-comunicación, vanguardia-moda. Ambos autores dan por finiquitado (no por muerto, todo lo contrario, sino por reproducido hasta el infinito) el mundo del espectáculo, sustituido por el hiperespectáculo: la única «cultura», la democrática, es la diversión sin fin, sin pensamiento ni conocimiento. Profesionales artesanos respetables (peluqueros, cocineros, joyeros, etc.) adquieren el título de artistas, equiparándose con arquitectos, pintores, escritores...

Turista de su propia vida

El capitalismo, esta vez a la baja, equipara la actividad artística no por lo nuevo-distinto-diferente que cada uno de ellos consigue, sino por la actividad económica que representa en la pirámide económica. Mientras la competencia económica (elemento básico de este sistema) desencadena permanentemente guerras sin sangre, el régimen, que es quien juzga ahora (al margen de los expertos y saltándose las antiguas jerarquías), trabaja para construir y difundir una imagen artística de sus operarios.

Lipovetsky y Serroy hablan de artistización de las actividades económicas. Las marcas se han apoderado del arte, o al menos de parte de él, y han absorbido su legitimación. El capitalismo (a diferencia de otras épocas) ha deglutido el arte, en muchos casos con la permisividad y complicidad de los propios protagonistas. Los ensayistas no lo ven ni bien ni mal, ni lo critican ni se complacen, sólo dan testimonio de un hecho inapelable. Yo también lo creo así.

Con el capitalismo artístico no hay obras desinteresadas

El nuevo homo aestheticus que está creciendo y desarrollándose en medio de este nuevo mundo es, fundamentalmente, un voyeur, un mirón, un consumidor, un turista de su propia vida. El arte y la cultura han renunciado a las grandes misiones de carácter pedagógico-político-espiritual, conducentes a la mejora de la libertad del individuo, para ocuparse de pequeñas intermediaciones embellecedoras de los productos del entretenimiento, el consumo y la diversión. Lipovetsky y Serroy enfrentan dos caminos del arte: el que se ha dejado vencer por el mercado a cambio de favores económicos y el que resiste numantinamente sabiendo que, tarde o temprano, será pasado a degüello.

Hipermercados culturales

El capitalismo artístico utiliza al arte como cómplice de sus fines. Arte no como mera mercancía. Alguien puede decir, en descargo de estas industrias, que siempre lo fue. Es cierto, pero en un tanto por ciento menor, no en su totalidad, como en este tiempo. Lo importante ahora son las ventas, la especulación, la imagen a través de la publicidad y las promociones. Todo es un producto y todo debe gestionarse como una lucrativa empresa: museos, bibliotecas, teatros, instituciones culturales. Explotarlos hasta el desgaste sólo con la función de la rentabilidad.

Todas las estructuras culturales, no sólo artísticas, ya son hipermercados. Sus directores, aunque desarrollen ejemplarmente su función cultural, si no obtienen resultados comerciales y financieros, están perdidos. Los visitantes, por ejemplo, a pesar de la perjudicial masificación, nunca son suficientes y, entonces, es cuando se cuelan las marcas «mecenas», que exigen no sólo beneficios económicos, sino también prestigio. Antes los mecenas reclamaban reputación-respeto-calidad.

Los autores: «Lo que embellece el mundo ya no es arte elevado»

En el Manifiesto del Futurismo, tachado de fascista como lo fue el propio Marinetti, el poeta italiano se adelantó a lo que está pasando: la Victoria de Samotracia es menos importante que un vehículo de «alta gama». Marinetti fue un terrible profeta. Los productos comerciales están sustituyendo al arte elevado: silenciosamente, sin escándalos; a diferencia de como les gustaba a los futuristas: violenta y rápidamente.

El capitalismo artístico produce, a gran escala, bienes y servicios con fines únicamente comerciales, pero con un componente estético sentimental que utiliza la creación artística no para hacer pensar-meditar o saber, sino para estimular el consumo comercial y distraer a las masas. Las nuevas tecnologías son ahora también un nuevo elemento esencial. Con el capitalismo artístico no hay obras desinteresadas a favor del desarrollo de la humanidad, sino un fin comercial: voraz, insatisfecho permanentemente, inservible al poco tiempo de su uso. No se trata ya de estar al servicio del pueblo, la moral, la ética, las creencias espirituales o la belleza; sino de vender sueños domesticados, emociones controladas. Fuimos esclavos, servidores de la gleba, súbditos, ciudadanos y, ahora, nuevamente, súbditos-clientes-compradores-consumidores.

El consumo de falsificaciones

Ante este panorama inquietante el lector se puede preguntar: ¿se están evaporando el arte y la cultura? Lipovetsky y Serroy contestan: «Lo que embellece el mundo no es ya el arte elevado que desprecia el mercado, es el propio capitalismo, pertrechado con su nuevo brazo artístico. El imperio de lo estético en las sociedades hipermodernas señala, en el universo de los productos y del consumo, la victoria del capitalismo artístico».

Mientras se extingue el apoyo del Estado a la cultura y el mecenazgo privado mengua, las grandes marcas, las grandes empresas toman el relevo para convertirse en patrocinadores, agentes, intermediarios, organizando ellos mismos actos y dando sugerencias y opiniones. Warhol ya lo había vaticinado con opiniones irresponsables como esta: «Ser bueno en los negocios es la forma de arte más fascinante».

Superada la sociedad del espectáculo, hablan de «hiper-espectáculo»

Cada vez más, el creador está sitiado, ya no puede existir por sí mismo, está prisionero e integrado en la cadena de producción. Todo lo que se consiguió durante siglos, se ha perdido en pocas décadas. Una nueva «esclavitud» retribuida a cambio de no pensar en sí mismo, sino en lo que demandan, desean o pueden consumir las masas. Las catedrales, los museos, las bibliotecas, los auditorios, los teatros y cines han sido sustituidos por los grandes almacenes.

Lipovetsky y Serroy dan por superada la sociedad del espectáculo de Debord y hablan de hiperespectáculo. Los consumidores pasean permanentemente dentro de una pantalla gigantesca en la que todo es posible, en la que todo se les ofrece. Lo que vale hoy ya no es tanto la realidad auténtica y original de la Historia sino lo que se cuenta; la falsificación es también un elemento de consumo.

Darse por vencido

Paisajes interiores dominados por el kitsch, según Abraham Moles, «paisajes de la felicidad». Paisajes exteriores dominados por la uniformidad: bloques de casas iguales en París, Roma, Nueva York; centros comerciales; museos mastodónticos. La fealdad y el gigantismo como estilo; por supuesto, con sus excepciones. Por el contrario, en el individuo se impone una dictadura de la belleza que desarrolla una nueva vía ingente de productos para engañar en vano al tiempo. El culto idolátrico al cuerpo ya es una gran industria.

Sí, es cierto, cada vez hay más oferta de música, libros, exposiciones, conciertos y películas. Esto no significa una reducción de las desigualdades sociales frente a la alta cultura. Para Lipovetsky y Serroy, es el capital cultural el que determina las prácticas y preferencias estéticas de los consumidores: «El capitalismo artístico no consigue ni democratizar la cultura “noble” ni homogeneizar los gustos del público masivo, ni siquiera entre los miembros de una misma clase».

El capitalismo cultural ha dominado el espacio interior más libre

La incoherencia se alza sobre la homogeneidad de los gustos culturales. Todo está mezclado, lo alto y lo bajo; lo bello y lo feo; lo puro y lo comercial. Está claro que en un mundo cultural de consumo de masas se comercializa todo y se vende todo. La ética y la estética han dado paso a una autorrealización del consumidor-comprador, a un disfrute hedonista sin más fines.

Lipovetsky, tan crítico en otros libros anteriores con nuestra sociedad, en este volumen se da por vencido. Nuestra cultura es lo que es. Y si en otros momentos de la Historia luchó por defender su independencia e integridad, hoy se ha entregado, ha claudicado (excepto algunas raras excepciones). El capitalismo cultural ha conseguido lo que ni las armas, la censura, los decretos y las persecuciones lograron antes: ocupar el espacio interior más libre del ser humano y dominarlo pacíficamente. Y lo peor es que la sociedad lo ha aceptado no con resignación, sino con alegría, con esperanza, con deleite.

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