La última charla con Arturo

Despachó los achaques que se lo acaban de llevar al Olimpo de los cómicos con un chiste, como si transitar por el quirófano no fuese más que la ITV de un coche baqueteado

Luis Ventoso

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Arturo Fernández , de cuna humilde y trabajo duro, poseía la apostura de un caballero en las tablas y fuera de ellas, una elegancia innata. No solo le caían bien los trajes –ya nonagenario seguía gastando una gran percha– sino que era también apuesto de alma, pues como decía el gran dandy inglés Beau Brummell, «la auténtica elegancia es hacer que los demás se sientan bien». Hablé con él solo dos veces, siempre por teléfono y a llamada suya. En un mundo donde la gratitud y la buena educación van pareciendo accesorios olvidados, Arturo nos llamó en ambas ocasiones para agradecer piezas publicadas en ABC sobre él. La última vez fue hace un mes y pico, acaso dos. Su voz sonaba jovial, como siempre. Despachó los achaques que se lo acaban de llevar al Olimpo de los cómicos con un chiste, como si transitar por el quirófano no fuese más que la ITV de un coche baqueteado. Me comentó, y la ilusión asomaba a su voz vibrante, que esperaba volver muy pronto al teatro en tierras valencianas. No veía la hora de seguir con su función, donde componía con verosimilitud a un galán por edad imposible. Cumplió la ilusión de su vida al lograr trabajar con éxito y dignidad ante la mismísima antesala de lo inevitable.

Arturo fue un gran actor –se acabará reconociendo con mayúsculas– y un sólido empresario (¿alguien se imagina lo que es en una era de caprichos variables mantener durante décadas una compañía de teatro rentable?). Era de derechas, creo que por liberal, y porque su propia peripecia vital le hizo creer en la bondad de la iniciativa privada, tenía fe en la libertad y el poder creativo del afán de emulación.

«Estoy muy orgulloso de no haber recibido jamás una subvención», solía repetir en las entrevistas, en proclama casi revolucionaria en un país afecto a las subvenciones. Arturo, el único de nuestros actores que constituyó en sí mismo un género teatral , era un asturiano conservador, hijo de un sindicalista de la CNT que se vio forzado a exiliarse en Francia. A los 18 años se quedó solo en su Gijón natal, sobreviviendo a salto de mata (hasta probó a boxear, aunque a lo que se ve logró preservar la esfinge que luego sería su medio de vida). A los 19 se plantó en Madrid con solo 300 pesetas que le dieron su madre y su tía Iluminada. Comenzó de figurante en un rodaje, por pura chiripa, y acabó siendo el más longevo y tal vez el más rentable de nuestros empresarios teatrales . Con 90 años continuaba haciendo de galán, lo cual suponía un milagro laico y un cachondeo fino. Nacido en 1929, lo había visto todo, la peor España y la mejor, por eso solía aportar algún consejo muy sensato: «La Guerra Civil solo la debemos recordar para saber olvidarla».

Buen viaje, chatín, ya estarás soltando tus blancas picardías por el cielo.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación