Rosa María Sardà baja el telón de la tragedia catalana

La gran actriz de teatro, cine y televisión y afrontó con coraje su enfermedad. En plena ofensiva secesionista, se acercó a la plaza de San Jaime y devolvió a un funcionario de la Generalitat la Creu de Sant Jordi que el gobierno catalán le otorgó en 1994

Rosa Maria Sardà, durante su discurso en una manifestación de SOciedad Civil Catalana en 2018 Efe
Sergi Doria

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El verano de 2017 en plena ofensiva secesionista, Rosa María Sardà (1941-2020) se acercó a la plaza de San Jaime y devolvió a un funcionario de la Generalitat la Creu de Sant Jordi que el gobierno catalán le otorgó en 1994. Luego, pidió un recibo que certificara la devolución y entregó una nota, de puño y letra, en la que renunciaba a la esquela que la Generalitat inserta en la prensa cuando los galardonados con la patriótica cruz fallecen.

La Sardà era todo coraje hasta que se hartó de la enferma Cataluña y de la enfermedad que la ha llevado a la tumba. El coraje le venía de una humilde cuna familiar; de un padre agricultor y una madre costurera en una posguerra en el barrio de Horta muy parecida a las novelas de Marsé o la «vieja, conocida olor» que inspiró el teatro de su amigo «Papitu» Benet i Jornet fallecido, también esta primavera maldita.

La corajuda Sardà no se casaba con nadie. Mayor de cinco hermanos, su gracia interpretativa se fraguó en una compañía de aficionados hasta que en 1962 debutó como actriz profesional en la obra de Alfonso Paso «Cena de matrimonios».

Desde entonces, más de medio siglo, la Sardà triunfó por tierra, mar y aire; esto es, en el teatro, el cine y la televisión. No era mujer de medias palabras y cuando opinaba decía lo que pensaba sin eufemismos almibarados.

Era ácida la Sardà. Ácida como aquel Thomas Bernhardt que representó en «Tres dramolette» (2007). El sello Sardà impregnaba a sus personajes: fuera en los «Moros y cristianos» de Berlanga, aquellos gags de la esposa dominanta que ve la televisión con un marido casi siempre dormitando, la maestra de ceremonias de los premios Goya o la burguesa nacionalista de «Ocho apellidos catalanes».

El otoño de 2019, con el independentismo incendiando las calles de Barcelona y cortando carreteras en toda Cataluña, Sardà publicó «Un incidente sin importancia» (Planeta), donde agavillaba recuerdos, relatos y confesiones. La actriz luchaba contra el cáncer en una combate que preveía desigual: «Cuando escribí esto no sabía que estaría condenada a morir de cáncer. Pero el bicho sigue ahí, tengo nuevo tratamiento, pero estoy muy cansada. El año que viene veré qué hago. Igual dejo la medicación y que dure lo que sea, a fin de cuentas, tengo 78 años. Lo único que me queda por hacer es morirme», declaró. La última frase de «Un incidente sin importancia» ratificaba aquel estado de ánimo con la ironía marca de la casa: «Qué complicado es morirse en el primer mundo, y que caro».

A esta ceremonia de los adioses se unía la tristeza de ver fracturada Cataluña. Su participación en la manifestación que organizó Sociedad Civil Catalana desató las iras de quienes solo entienden una forma -esencialista- de ser catalán. Como Serrat, como Coixet, como Boadella, Sardà pasó a engrosar la lista de los «malos» catalanes. «Del tema político todos saben de qué pie calzo. Estoy de todo hasta aquí. Comparto lo que dijo Nuria Espert: tendrán que ser más elegantes y esperar a que nos hayamos marchado para seguir haciendo el burro».

Mientras tanto, los CDR, y jóvenes bárbaros de la estelada violentaban con total impunidad su ciudad: «Me dan risa esos chiquillos que dicen que esto es una dictadura. Si lo fuéramos no podrían quemar contenedores sin ir a la cárcel. Si los quemaran los de Vox se acabaría, pero la Generalitat es lo que quiere que hagan. Por eso no se acaba. Les llaman valientes en vez de vándalos…»

Orgullosamente libre, Rosa María Sardà no tendrá esquela de la Generalitat. Por petición propia.

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